Y nuestro mundo cayó
Y nuestro mundo cayó
Hace unos días, Hamás difundió dos videos que hielan la sangre. No son imágenes tomadas en medio del espantoso estruendo de una guerra, ni parte de una narrativa propagandística: son seres humanos, rehenes israelíes —judíos secuestrados el 7 de octubre de 2023— mostrando signos de desnutrición extrema, agotamiento físico, daño psicológico irreversible. El mensaje no necesita ser explícito: ¡les queda poco tiempo de vida!...
Y cuando el mundo calla, no es solo que ignora… ¡es que ha caído!
Sí, esta vez… el mundo calla. Calla ante los videos recién divulgados de dos rehenes israelíes, esqueléticos, exhaustos, suplicantes, al borde de la muerte, ¡tras casi dos años de secuestro en los túneles del horror! Calla como si esas imágenes fueran menos urgentes, menos humanas, menos trágicas que otras... Calla como si el sufrimiento, al venir del lado "incorrecto", mereciera menos compasión. Y repito, cuando el mundo calla… el mundo ha caído.
No es una metáfora. Es una monstruosa realidad. Porque hay silencios que no significan respeto, ni cordura, ni mucho menos, decencia. Hay silencios que son cobardía. Hay silencios que son complicidad. Y este es uno de ellos.
Calla la ONU.
Callan los titulares.
Callan los que antes marchaban con megáfonos y pancartas.
Callan los medios que alguna vez juraron buscar la verdad.
Calla buena parte de una sociedad que, semanas atrás, se desbordó en lágrimas y furia por una foto mal interpretada de un niño gazatí, y que ahora se traga la lengua y la vergüenza frente al testimonio viviente de dos seres humanos reducidos a piel y huesos por el crimen de haber nacido del lado israelí.
Sí, estos son sus nombres: Rom Braslavski y Eviatar David.
Repito, ¡Rom Braslavski y Eviatar David!
Estos son los rostros que ahora vemos demacrados, angustiados, marchitos por la inanición, por el encierro, por casi dos años de oscuridad absoluta en los túneles del horror.
Sí, señores… ¿señores, dije? Me disculpo por el exceso de cortesía. Ustedes, los incansables fabricantes de falsas narrativas —sí, ustedes que se han especializado en agitar las redes, manipular titulares y alborotar las mentes débiles de quienes no leen, no dudan, no piensan…
Y sí, también a ustedes: los que adoctrinan niños desde la cuna para que su único propósito en la vida sea asesinar judíos —recién nacidos, mujeres (después de violarlas), ancianos, pacientes postrados en hospitales—. Ustedes, que no buscan justicia, sino venganza envuelta en eufemismos. Ustedes, que no defienden una causa, sino una cruzada de exterminio.
Y mientras eso ocurre —mientras se enseña a odiar, a matar, a deshumanizar—, dos rostros siguen esperando en la oscuridad. Sí, Rom Braslavski y Eviatar David son los valientes que aún sobreviven. ¡Y estos son los que el mundo ha abandonado!
Ellos no son una imagen viral manipulada ni un recurso narrativo al servicio de ninguna causa. No son parte de ninguna exageración. Son dos jóvenes reales. Están vivos, sí… pero en una vida suspendida entre el sufrimiento y la muerte. Una vida reducida a piel y huesos, a sufrimiento, a súplica. Y mientras sus ojos vacíos nos miran desde esos videos escalofriantes, el mundo… simplemente, desvía la mirada.
Ya en un artículo previo —con pruebas, con nombres, con dolor— denuncié la desinformación deliberada detrás de aquella fotografía manipulada: un niño con severas malformaciones congénitas, utilizado de forma cruel como símbolo de una “hambruna provocada por Israel”. La imagen era real; la historia, no. Pero ya era tarde. El odio ya había encendido la hoguera… y en ella no se quemaban ideas: se quemaban conciencias.
Sí, conciencias. Y brujas también. Porque en esta nueva inquisición del siglo XXI, no hace falta volar en escoba para ser señalado: basta con disentir, con pedir pruebas, con negarse a odiar precipitadamente. La empatía ya había sido secuestrada. La verdad, amordazada. Y lo más grave: muchos, muchísimos, aún prefieren refugiarse en la mentira, porque la verdad —aunque imprescindible— no siempre es cómoda. Porque asumirla implicaría revisar sus odios, sus estúpidos odios; cuestionar sus certezas, sus escasísimas certezas; desmontar su fanatismo, su fanatismo perenne. Y eso, para algunos… es simplemente demasiado pedir.
Hoy es aún más evidente esa perversión informativa. Terroristas que violaron mujeres, degollaron familias, mataron niños y secuestraron civiles —muchos de los cuales han muerto en cautiverio, enterrados en túneles, sin luz, sin nombre—, todo eso es minimizado, maquillado, borrado. Sí, borrado, como si al borrar la atrocidad, dejara de doler. Como si el silencio tuviera el poder de absolver al verdugo y condenar al inocente.
Como si violar mujeres, decapitar bebés o quemar familias enteras pudiera volverse discutible si se mira desde “el ángulo correcto”. ¡Monstruoso!
Como si la masacre se volviera menos masacre dependiendo de quién la comete.
Como si al terrorismo se le pudiesen escribir unos románticos subtítulos y agregarle música clásica de fondo para hacerlo más digerible, más tenue… más cinematográfico.
Como si la masacre exigiera luces de neón y destellos multicolor para competir por nuestra atención.
Como si pedir pruebas de lo que sufren los secuestradores fuera un deber periodístico, pero exigir pruebas de lo que padecen los secuestrados —seres humanos destrozados en la oscuridad subterránea, despojados de todo— fuera visto como una exageración, una molestia, una postura sesgada.
Una postura sesgada... ¡Inconcebible!
Como si la barbarie pudiera explicarse. Justificarse. Humanizarse. Como si quemar vivo a un bebé fuera un gesto de resistencia y no un crimen absoluto.
Una barbarie absoluta.
Inhumana.
Bestial.
Mientras tanto, el dedo acusador se alza —seguro, apasionado, implacable— contra Israel, por una supuesta “hambruna” que ningún organismo verdaderamente independiente e imparcial ha logrado confirmar con rigor, que ni siquiera los propios registros hospitalarios palestinos logran sostener.
¿Y eso qué importa?
Para muchos, la verdad ya no es un requisito. Basta una palabra incendiaria, una imagen desgarradora (aunque sea falsa), una consigna, un inocente mensajito en Twitter, en Instagram...
La guerra duele, sí. Pero el engaño… el engaño programado, insistente, con intenciones perversas, convertido en pasatiempo moral…
Ese sí que es inaceptable. Imperdonable. ¡Irremediable!
Porque quien no denuncia el horror, lo utiliza. Porque no busca justicia, busca culpables cómodos. Porque no defiende a los inocentes, los manipula.
Y así, mientras el mundo calla, el mundo cae. Cae en la trampa de su propia desinformación. Cae en su necesidad patológica de dividir en buenos y malos, en blanco y negro, sin colores originales, sin preguntas incómodas, ¡sin dignidad! Y en esa caída no solo pierden los rehenes. Pierde cualquiera que aún crea que la verdad importa. Que la verdad es necesaria.
Porque los rehenes —sí, los rehenes— existen. Tienen nombre. Tienen rostro. Tienen madres que no duermen. Tienen hijos que los esperan. Y llevan casi dos años —¡dos años!— encerrados en túneles inmundos, sometidos a la más tenebrosa oscuridad, a la inanición, al silencio forzado, al dolor sin anestesia. Algunos han muerto ahí abajo. Muertos de hambre. Muertos de pánico. De soledad... Otros, muy pocos, sobreviven a duras penas, sin saber si verán la luz del sol otra vez.
¿Dónde están los periodistas que juraron dar voz a los que no tienen voz? ¿Dónde están las portadas de los periódicos? ¿Dónde están las columnas llenas de rabia y de enaltecido duelo? ¿Dónde está el mundo? El mundo... ¿Dónde se encuentra el mundo? Nuestro mundo está extraviado. Nuestro universo está de luto...
Porque cuando un niño palestino muere —y es, sí, una tragedia desgarradora, porque toda muerte civil lo es—, se activan campañas mundiales, se multiplican las marchas, se encienden las redes sociales. Se alborotan los embusteros. Las turbas enaltecidas por la propaganda agreden a los inocentes. ¡A los inocentes! Pero cuando un civil israelí es torturado, encadenado, asesinado a sangre fría o abandonado hasta su muerte en un túnel… el mundo ensordece. Ensordece con absoluta complicidad.
Hay una sola sentencia para el mundo: ¡culpable de asesinato!
Y cuando el mundo ensordece, cuando el mundo se convierte en asesino… ¡el mundo ya ha caído! Ha caído en la peor de sus versiones: la que selecciona cuál dolor merece nuestra atención y cuál barbarie puede ser ignorada. La versión que justifica la bestialidad… mientras es incapaz de mirar a los ojos —aunque sea en fotografía— a un secuestrado que se consume en vida.
Porque si callamos hoy, si miramos a otro lado cuando los rostros del sufrimiento no se alinean con nuestras banderas emocionales, o con las banderas que las turbas alborotadoras imponen a las multitudes carentes de información certera, entonces, no solo hemos perdido el rumbo: hemos perdido el alma. Hemos despreciado al universo que nos vio nacer. No hay justicia en el silencio… cuando otros suplican por su vida. No hay justicia en el silencio… cuando los gritos de auxilio son más tenues que las consignas de odio. No hay justicia en el silencio… cuando callar se vuelve más cómodo que denunciar. No hay justicia en el silencio… cuando importa más no incomodar que defender lo sagrado: la vida.
Porque cuando dejamos que el odio redacte los titulares y que la mentira elija a las víctimas legítimas, ya no somos testigos de una guerra… ¡somos cómplices de una infamia!
Y que no se nos olvide nunca… el día que nuestro mundo calle… ese será el día en que nuestro mundo cayó.
D M