«Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida»
La vida…
Esa, casi siempre, incomprensible galaxia compuesta por instantes mágicos que, aunque a veces nos parezcan insignificantes, llegan a definirnos para siempre.
La vida es caprichosa. Traviesa. Aventurera.
Nos lanza hacia lo incierto con el brillo tentador de lo que aún no ha sido vivido. Pero, de vez en cuando, nos toma de la mano y nos arrastra de regreso a esos rincones del pasado donde alguna vez supimos ser felices. Muy felices...
A veces, sin ninguna señal de alerta —una melodía, un aroma, una frase, un sueño, un pensamiento apenas insinuado—, algo nos toca el alma. Y entonces ocurre:
Somos invadidos por esa mezcla compleja y sublime de emociones que llamamos nostalgia.
Esa insólita inquietud por revivir instantes felices.
Ese anhelo por volver a sentir lo que fuimos cuando el mundo aún no nos había lastimado.
Esa necesidad de reencontrarnos con nuestra esencia: con aquello que fuimos e hicimos... antes de olvidarlo.
Y así fue como, hace unas horas, mi memoria —disparatada, terca y desobediente— me llevó de regreso a mi infancia.
A esa maravillosa infancia en Barrio México.
A los sobrenaturales días eternos bajo el sol, rodeado de mis padres, mis hermanos, mis compañeros de escuela, mis amigos…
¡Mi adorada familia y mis inigualables amigos!
Tantos rostros, tantas voces que hoy, con honda melancolía, habitan silenciosamente en las esquinas secretas de mi alma.
¡Volví a vernos!
A mis padres, con su amor incondicional.
Amor que no necesitaba palabras grandilocuentes ni gestos teatrales, porque se manifestaba en cada mirada, en cada espera silenciosa en la puerta del hogar.
Su presencia sólida, inquebrantable, fue el cimiento invisible que sostuvo mi mundo entero sin pedir nada a cambio.
A mi tía y a mi tío, tan cerca de nosotros —apenas a unos metros, escasamente a un suspiro de distancia—. Tan próximos en lo físico, y aún más anclados en lo profundo de mi corazón.
Ellos eran una extensión amorosa de nuestro hogar: cómplices silenciosos de nuestras rutinas, refugio extra cuando el mundo se hacía un poco más difícil.
Su risa, su ternura, su inmenso amor y su generosidad incondicional tejían una red invisible que nos abrazaba incluso cuando no la veíamos.
A mis hermanos, mis adorados hermanos.
Con ellos compartí no solo un techo, una casa, sino la infancia más noble, más hermosa y envidiable que se pueda tener.
Nuestro hogar era un refugio de afectos sinceros, de risas francas —de enojos y pleitos francos, también—.
Y luego, están ellos:
Mis amigos.
Mis cómplices de travesuras, de secretos y aventuras callejeras.
Jugábamos en la calle hasta que el cielo se volvía azul oscuro.
Usábamos empaques de cigarrillos como dinero en juegos que inventábamos sobre la marcha —los más caros tenían más valor, claro—.
Un palo de escoba era un poderoso bate de béisbol.
Las bolas de vidrio... grandes, pequeñas, gigantes, de todos los colores del arcoíris, eran joyas de cristal que desafiaban la física y la suerte.
Los tacos del Bar México sabían a gloria, a una exquisita gloria.
Y la sirena del Cine Colón, cada tarde a las seis en punto, nos anunciaba que la película estaba por comenzar en cinco minutos —como si todo el barrio se detuviera unos instantes para que no perdiéramos el comienzo de la magia—.
Aquel mundo olía y sabía distinto:
A pan recién horneado.
A tierra mojada.
A lapiceros nuevos y cuadernos con márgenes rectos y letra legible.
A infancia.
A amistad.
A alegría sin condiciones.
Eran años como los televisores: en blanco y negro, sí, pero llenos de color en el alma.
Televisores sin control remoto, donde cambiar el canal requería levantarse… y discutir con el resto de los presentes.
Donde los abrazos eran reales, no emojis.
Donde la espera tenía sentido y el tiempo parecía circular más despacio, como si la vida no tuviera prisa.
Y, sin embargo, no todo en la nostalgia es gozo.
Porque uno recuerda… y también comprende.
Comprende que ese tiempo ya no existe. Que no va a volver.
Y ese entendimiento, tan humano como inevitable, nos arranca unas lágrimas —algunas serenas... otras no tanto—, y una melancolía suave, casi dulce, casi tangible en las yemas de nuestros dedos, en los insondables radares de nuestra conciencia.
Y entonces —como si alguien le hubiera puesto música al alma— vuelve a sonar en mí esa frase poderosa de la Canción de las simples cosas, de Armando Tejada Gómez:
«Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.»
Qué verdad más honda, más simple, más brutalmente hermosa.
Volvemos, no por capricho, sino por necesidad.
Porque en esos sitios —no solo geográficos, sino emocionales— quedó suspendida una parte de nosotros que sigue viva, esperando el milagro del reencuentro.
Y uno vuelve...
Aunque sea en la memoria.
Aunque sea con palabras.
Aunque ya no estén los mismos rostros ni suenen las mismas voces.
Volver no es retroceder.
Volver es recordar quiénes fuimos, para entender quiénes somos.
Hoy no tengo más que agregar, excepto esto:
Cuidemos los momentos que vivimos ahora —hoy, ya—, porque algún día, el día menos pensado —inevitablemente— serán los viejos sitios donde amamos la vida.
Y volveremos a ellos.
Con gratitud.
Con ternura.
Con la certeza de que la felicidad no siempre se encuentra en un lugar, sino en esos breves instantes —intensos, inesperados, irrepetibles— que se quedan a vivir para siempre en el alma.
Como esos sitios a los que la melancolía nos lleva, donde alguna vez amamos la vida.
D M