Un alma bondadosa, un alma llena de amor
Un alma bondadosa, un alma llena de amor
Desde que llegó a aquel hogar, con su piel dorada como un rayo de sol que decide posarse para siempre en la vida familiar, todos supieron que no era una presencia común. Era un alma distinta: bondadosa, generosa, colmada de un inagotable amor. Adoptada en su infancia, se instaló como quien, sin proponérselo, se vuelve imprescindible.
Con su andar firme y gracioso, encontraba siempre la forma de escaparse al pasillo, como si deseara recordarle a los demás que no todo en la vida puede preverse, que siempre hay travesuras necesarias. En esos instantes nadie lograba convencerla de volver, salvo con su chantaje favorito: la promesa de un delicioso trozo de zanahoria. Porque en su mundo no había placer más grande que semejante recompensa: ya fuera como premio a su obediencia, o como un simple gesto de cariño, de amor. Y cuando alguien abría la puerta de la nevera, aparecía de inmediato con la mirada más triste del universo, esa que nadie era capaz de resistir... hasta concederle su deseo, su manjar: un delicioso trocito de zanahoria. ¿O sería, acaso, que estaba más interesada en hacernos sentir importantes al ver sus ojos llenos de amor?
Era, también, la reina de la playa. Allí corría como si supiera que el mar y ella compartían la misma esencia: destreza, energía y misterio. Jugaba con las olas, se hundía en la orilla, volvía a emerger, y otra vez corría, incansable, dejando tras de sí huellas que el agua borraba, pero que permanecían intactas en la memoria de todos los que la miraban en aquel éxtasis, en aquella mezcla mágica compuesta por un trozo del universo y un corazón inundado de felicidad.
Fue testigo privilegiada de cada etapa de su familia adoptiva: el nacimiento de la hija, luego de un hijo y, tiempo después, del menor. Jamás compitió por un lugar en sus corazones; al contrario, multiplicó su ternura para cada uno de ellos. La hija, hoy de nueve años, la adoraba con una intensidad que ahora le desgarra el corazón; el hijo de siete años, la llora con una silenciosa nostalgia; y el menor, con apenas once meses, permanece balbuceando su nombre en sílabas muy dulces: “Uma”... “Uma”.
Desde su más tierna infancia, los dos mayores encontraron en ella un colchón vivo, relleno de confianza y amor. Cuando la veían acostada, corrían a subirse sobre su lomo dorado, seguros de que allí había un refugio. Ella jamás protestaba; al contrario, parecía estar orgullosa de prestarles su cuerpo como un lecho, como una cuna, como un juego divertido. Y, ya más grandes, todavía se subían sobre ella, como si fuera el potrillo de un carrusel, para que les diera una vuelta por la sala de la casa. Se mostraba como era: feliz, majestuosa, aceptando con paciencia esa carga —para ella insignificante— como quien entiende que ese es el privilegio de ser amada y, al mismo tiempo, de corresponder con todo su amor.
Y, como si en su interior llevara grabada la tarea de guardiana del orden doméstico, siempre —pero siempre— hacía su solemne aparición debajo de las sillas donde los niños comían. Allí esperaba paciente, con la mirada encendida, hasta que alguna borona, algún trocito de pan o de galleta, cayera accidentalmente al piso. Entonces la recogía con su lengua, ceremoniosa y veloz, como si su misión fuera impedir que esas pequeñas huellas del descuido quedaran abandonadas. ¿Sería que no soportaba ver al suelo manchado de migajas y sentía que debía limpiarlo? ¿O, tal vez, que cada una de esas boronas era para ella un regalo secreto, una complicidad compartida con los niños, un pacto silencioso de ternura, de amor? Quizás, sin proponérselo, también nos enseñaba con ese gesto una lección que hoy duele pero nos acaricia el alma: nos enseña que lo diminuto, lo fugaz, también puede guardar una infinita ternura.
Hace apenas unos días llegó la noticia que nadie esperaba: cáncer en el hígado y en el bazo. El golpe fue demoledor. En medio de la incredulidad y el abatimiento, su padre adoptivo publicó una foto de ella tendida sobre el césped del parquecito de perros —aquel lugar donde tantas veces la había llevado— y escribió, con la voz impregnada de una contagiosa nostalgia infinita:
“Hoy es un gran día, pero estoy cansada y me cuesta levantarme. Decidí acostarme en el parquecito de perros. Nunca lo había hecho, pero hoy encontré comodidad en esta hierba artificial, olorosa y orinada. Siento el clima agradable y no entiendo por qué mi fiel paseador aún no me llama la atención para levantarme de un lugar donde no debería estar acostada. Pasan dos minutos y recuerdo que aún no hice pupú.
No pasa nada, lo haré luego.”
Quienes alcanzamos a leerlo, sentimos, con el corazón destruido, que esas líneas traían consigo un dolorosísimo presagio... un inminente desenlace fatal.
Desde ese instante, el padre y la madre adoptivos invirtieron todas sus fuerzas en un único propósito: darle la mejor calidad de vida posible al tiempo que le quedara en este mundo. No hubo espacio para la resignación: cada minuto debía estar caracterizado por amor, calma y dignidad.
Tres días después, en la madrugada, Puma partió tranquila, en paz, en su casa, rodeada de quienes más la amaron. Se fue sin ruido, sin protestas. Estoy seguro de que ella entendió que su misión en este pequeñísimo planeta del infinito universo, había sido cumplida. Ya había llegado su hora de partir...
Hace bastante tiempo, su padre adoptivo había compartido un video en el que ella corría veloz... junto a las olas, colmada de fuerza, de alegría... como si estuviera a punto de llegar a la meta de tocar con una de sus patitas... aquel horizonte que tantas veces disfrutó. Al publicarlo escribió: “Así imagino que Puma me recibirá en el cielo”. En aquel entonces, nadie sospechaba la infinitamente minúscula cercanía de la despedida. Hoy, esa imagen nos resulta muy dolorosa… pero también sirve para reconfortarnos, porque nos recuerda que Puma supo ser inmensamente feliz. ¡Siempre lo fue!
La tradición cabalística nos enseña que los animales poseen una nefesh chaya, un “alma viviente”, que aunque sea la más sencilla de las almas, guarda una chispa que no se apagará. El idioma hebreo, incluso, guarda un secreto en la palabra kelev (perro): proviene de kol lev, “todo corazón”. Y sí, esa fue Puma: todo corazón. Porque su vida entera estuvo hecha de ternura, de entrega, de esa rara pureza que nos recuerda que, aun en este mundo convulsionado, existen seres cuya única misión es amar y enseñarnos a amar.
Y en ese cielo para los perros, ese que algunos sabios describen como un destino justo para las almas bondadosas, estoy seguro de que ella está corriendo todavía, feliz, con el viento refrescando su rostro y su enorme corazón abierto de par en par. Porque su alma —tan noble, tan pura— no podía extinguirse: tenía que encontrar un lugar donde la ternura fuera eterna, donde los trozos de zanahoria nunca se agotaran, donde los juegos y las risas de los niños siguieran brillando en su lomo, como si el tiempo no consiguiera desgastarlos jamás. Donde las caricias de todos los que la quisimos tantísimo, permanecieran intactas, suspendidas en la eternidad del amor.
Puma no fue solo compañía; fue maestra de ternura, guardiana silenciosa de cada secreto de la casa, testigo de las primeras risas… y, por supuesto, de nuestras lágrimas también. Su ausencia pesa, sí, como un dolorosísimo silencio que ensordece nuestros corazones, expandiéndose una y otra vez, como una ola invisible que vuelve siempre a la orilla de la memoria, trayendo consigo el rumor eterno de lo que no podrá olvidarse jamás.
Puma nos deja el imborrable recuerdo de una vida vivida con nobleza, con bondad, con entrega total, y la absoluta certeza de que esas almas bondadosas, nobles y por siempre amorosas, jamás se extinguen: permanecen dentro de nosotros, latiendo con cada recuerdo, con cada mirada de ternura, con cada trocito de zanahoria que aparezca en algún rincón.
Puma. Todo corazón. Todo amor.
Puma, queridísima Pumita del alma, gracias por habernos regalado tanta alegría, tanta ternura, tantísimo amor…
D. M.