Si no lees el periódico no estás informado. Si lo lees, estás desinformado.
Si no lees el periódico no estás informado. Si lo lees, estás desinformado.
Es una de esas frases que flotan desde hace años en el aire denso de nuestra época, resurgiendo con obstinación en conversaciones, columnas y redes. Nadie sabe con certeza quién la dijo primero, pero a estas alturas, da igual. Lo verdaderamente inquietante es cuán brutalmente cierta resulta cada día.
Vivimos una época en la que la objetividad de los medios informativos —noticieros, periódicos, plataformas digitales— ha sido abandonada por completo. En esta lucha por los titulares más incendiarios, no triunfa la verdad, sino la codicia por unos segundos de atención: el deseo febril de volverse virales, de retener audiencias hipnotizadas a punta de frases rimbombantes y fotografías desgarradoras. Así, el noble oficio de informar ha sido reemplazado por el arte oscuro y malicioso de manipular nuestras emociones.
Expongamos un ejemplo desgarrador:
Hace pocos días, varios medios internacionales de gran prestigio —CNN, BBC, The New York Times, Il Fatto Quotidiano, Al Jazeera, Der Spiegel, El País, y hasta canales de televisión latinoamericanos como TeleSUR o RT en Español— publicaron una fotografía estremecedora: la imagen de un niño gazatí demacrado, la piel sobre los huesos, con los ojos hundidos y la esperanza ausente.
El pie de foto era directo y acusatorio: «Víctima de la hambruna provocada por el bloqueo de Israel».
Se trataba de un niño en apariencia agonizante, símbolo —según estos medios— del sufrimiento colectivo de Gaza.
La foto se volvió viral. La indignación fue inmediata.
Se compartió millones de veces. Se comentaron miles de publicaciones. Se pronunciaron discursos encendidos. Se gritaron consignas. Se encendieron antorchas para «iluminar la conciencia del mundo», algunas reales y otras simbólicas.
Y sí, entre los muchos medios internacionales que publicaron —con bombos, platillos y cero verificación— la imagen del niño gazatí demacrado, atribuyendo su estado a la hambruna provocada por el bloqueo israelí, se sumó también La Nación. Y para mí, como costarricense, ese hecho taladra más hondo. Me indigna con un filo distinto. Porque durante años consideré a La Nación un medio serio, un diario que revisaba, contrastaba, que no lanzaba al viento una noticia sin haberla verificado primero. Creí —ingenuamente, tal vez— que en sus páginas aún quedaba un resquicio de rigor, de responsabilidad periodística. Pero al ver esa fotografía circular sin contexto, sin investigación, sin el mínimo intento de confirmar su origen o su veracidad, comprendí que incluso los bastiones que uno creía firmes también pueden ceder ante la sed por generar visitas. Qué doloroso es ver caer, hasta el nivel del suelo, la ética de un medio al que uno alguna vez confió su mirada del mundo.
Porque... días más tarde se supo la verdad:
¡El niño, cuya imagen se había convertido en emblema político, no era víctima del bloqueo israelí!
Padecía una enfermedad neurológica degenerativa y estaba recibiendo tratamiento en Italia.
No había hambruna en su caso. Había sufrimiento, sí, pero no causado por un embargo.
La foto era real.
¡La historia, no!
Pero ya era tarde.
La falsedad ya había sembrado su semilla.
El odio ya había encontrado un terreno fértil.
Un terreno abonado con los nutrientes más lúgubres: el engaño, el sesgo, las emociones manipuladas.
¡No fue un error inocente! ¡Jamás! ¡Fue una manipulación irresponsable!
Una más en la larga cadena de omisiones, exageraciones, verdades a medias y tergiversaciones que los medios —por prisa, por presión o, como ocurre en la mayoría de las ocasiones, por conveniencia— nos lanzan cada día como si fueran certezas.
Un ejemplo desgarrador, sí… pero tristemente falso. Completamente manipulado.
Una imagen utilizada no para informar, sino para conmover a toda costa, incluso al precio de traicionar la verdad.
Y lo más grave: ese tipo de manipulaciones no solo deforman la percepción, sino que pavimentan el camino hacia la violencia.
Son estas mentiras con apariencia de verdades las que incitan a las masas, las que deshumanizan a nuestros semejantes, las que —con titulares sensacionalistas y omisiones deliberadas— justifican lo injustificable.
¡Qué vergüenza, señores periodistas!
Vergüenza la que deberían sentir al jugar, con semejante desenfreno, con la conciencia de millones de personas.
Vergüenza por haber olvidado que cada palabra publicada es una semilla que germina en una planta de odio… o de compasión.
Vergüenza por haber cambiado el deber de informar con responsabilidad por la ambición de generar visitas, por el aplauso inmediato, por el apetito insaciable de miradas fugaces.
Porque manipular la verdad —más aún, hacerlo a sabiendas— no es solo irresponsable: ¡es extremadamente peligroso!
¿Exagero?
Analicemos algunos hechos.
El pasado 21 de mayo de 2025, en Washington, Elias Rodríguez asesinó a sangre fría a dos empleados de la embajada israelí mientras gritaba “¡Free Palestine!”.
El 1 de junio, en Boulder, Colorado, Mohamed Sabry Soliman atacó con un lanzallamas improvisado una vigilia en favor de los rehenes israelíes.
Una mujer de 82 años murió calcinada. Decenas resultaron heridas.
Ambos atacantes habían estado expuestos durante meses a cadenas noticiosas de desinformación, a publicaciones tendenciosas, a titulares incendiarios y falsas narrativas repetidas hasta el cansancio en redes sociales y portales informativos sin escrúpulos.
Las palabras, cuando son sensatas, pueden ser una excelente medicina.
Pero las palabras irresponsables… lastiman, destrozan, ¡envenenan!
Erigen universos falsos donde el odio no solo existe, sino que gobierna.
Abren caminos hacia el crimen, hacia la persecución, hacia el fanatismo.
¡Hacia el fanatismo!
Y lo que comienza como un titular exagerado termina, muchas veces, con una lápida.
¡Con una lápida!
Ahora bien, esto no se trata de censura.
No se trata de negar el dolor.
No se trata de evadir la realidad.
La guerra es una tragedia atroz.
Es hambre, es sed, es mutilación.
Las guerras, las malditas guerras...
Son madres acurrucando cadáveres tibios.
¡Cadáveres tibios!
Son niños sin escuela.
Son ciudades desfiguradas, familias separadas, hospitales colapsados.
Es trauma.
Es llanto que no se irá jamás.
Cadáveres tibios... muerte.
¡Es muerte!
La guerra destruye todo lo que toca.
Por eso —repito, por eso— solo por eso, recurrir a imágenes falsas o historias distorsionadas no es solo un acto de irresponsabilidad… ¡es una atrocidad!
¡Es una conducta monstruosa!
¡No es humana!
No debería serlo.
Porque trivializa el dolor real.
Porque convierte la tragedia genuina en mercancía editorial.
Porque pisotea la verdad con tal de vender una narrativa.
Y cuando la mentira se impone sobre la compasión, la víctima deja de importar.
Lo único que importa es quién logra gritar más fuerte.
¿Quién golpea con más fuerza?
¿Quién destroza con más violencia?
Enterrando así la posibilidad de entendernos, de escucharnos… de reconstruirnos.
Por eso, hoy más que nunca, les dejo estas preguntas… no como si estuviéramos en un juicio —¡no!— sino como si estuviéramos frente a un espejo.
Un espejo que no refleja apariencias, sino conciencias; un espejo que, al mirarnos, nos obliga a confrontar no lo que decimos creer, sino lo que verdaderamente somos frente a la verdad. A esa imprescindible verdad.
¿Dónde se informan ustedes?
¿En medios que se esfuerzan por contrastar los hechos o en portales que solo buscan conmocionar y dividir?
¿En voces que investigan o en pantallas que gritan?
¿Leen… o solo comparten?
¿Piensan… o solo reaccionan?
Esas preguntas no tienen una respuesta cómoda.
Porque contestarlas con honestidad implica asumir que muchas veces hemos sido engañados.
Que muchas veces fuimos parte de la manipulación, no del análisis.
Que hemos compartido falsedades con la mejor intención del mundo…
Y que eso no basta para justificarnos.
¡No!
¡Nunca!
Solo cuando cambiemos nuestro consumo de información, podremos revertir la desinformación.
Solo cuando exijamos fuentes confiables, certeras, podremos desmontar las consignas teñidas de prejuicio, de cizaña, de odio.
Solo cuando aprendamos a desconfiar de los medios tendenciosos y elijamos, en cambio, la profundidad, el análisis y la investigación rigurosa;
solo cuando no volvamos a dejarnos llevar por el impacto fácil y apostemos por la verdad desnuda —aunque duela, aunque incomode—, solo entonces, quizás, podremos comenzar a sanar como sociedad. A remendar, poco a poco, las heridas abiertas por tan nociva desinformación.
Hoy más que nunca —sí, más que nunca— los invito a cuestionarnos.
A verificar.
A detener el dedo antes de compartir.
A leer hasta la última línea antes de indignarnos.
A volver a la ética, a la mesura, a la compasión.
Porque si no exigimos honestidad, terminaremos construyendo una sociedad donde la desinformación será más poderosa que la realidad de los hechos, y donde la mentira —la brutal mentira— germinará con fuerza sobre las tumbas de los inocentes.
Y tal vez, algún día, al volver la vista atrás, no nos juzguen solo por lo que hicimos, sino por el momento en que decidimos abrir los ojos.
Por haber alzado la voz cuando otros callaban, por haber buscado la verdad en medio del engaño, por haber elegido el camino más difícil: el de pensar, argumentar y rebatir las falsedades.
Porque incluso en los días más sombríos, mientras quede alguien dispuesto a defender la dignidad con palabras honestas y con una conciencia honorable, habrá esperanza.
Y será en esa esperanza —frágil pero majestuosa— donde aún podremos reconstruirnos.
Reconstruirnos juntos.
¡Solidarios con la verdad!
D M