“No vemos las cosas como son, sino como somos nosotros”.
“No vemos las cosas como son, sino como somos nosotros”.
Atribuida a Immanuel Kant
Hace unos días escribí —con el alma estremecida y el corazón encogido— un llamado urgente a la conciencia. Lo hice desde el abismo que deja la brutal muerte de Sarah Lynn Milgrim y Yaron Lischinsky, una pareja que —aquellos que los conocieron de verdad, en sus corazones y en sus sentimientos más profundos— describen como almas luminosas, sensibles, generosas. Seres que vivían con la convicción de que el mundo podía ser un lugar mejor si se sembraban gestos de empatía, justicia y ternura. Gente buena, auténticamente buena. Su bondad no reconocía barreras de etnia, religión o nacionalidad. Eran constructores de puentes, sembradores de paz. ¡Seres humanos puros!
Un crimen perpetrado por un individuo que se dejó arrastrar por los noticieros cargados de odio, por las cadenas de desinformación, por las verdades rotas y tantas veces repetidas que finalizaron convirtiéndose en veneno ¡Veneno mortal! Un crimen que no solo desgarró las fronteras políticas, sino que fracturó algo más íntimo, más esencial, más universal, mucho más nefasto… la esencia de nuestra humanidad.
Hoy, con el alma aún más golpeada y el corazón más cansado, me veo, una vez más, arrastrado al acto de escribir. Esta vez no por un hecho puntual, sino por el peso acumulado de nuestra época. Una época saturada de gritos disfrazados de titulares, de furia comprimida en cadenas de WhatsApp, de lamentos que arden brevemente en publicaciones efímeras… y luego desaparecen, aparentando no dejar huella, aunque en realidad dejan una marca insidiosa y persistente. Porque esas publicaciones —las tendenciosas, las que no se detienen a comprobar, las que se lanzan solo para vender periódicos, captar “likes”, fabricar una gloria instantánea o una fama viral— sí dejan huella. Una huella que no resplandece, que no encauza, que no ilustra… sino que distorsiona, polariza y alimenta el peligroso fuego del desconcierto, de la furia... de la rabiacolectiva. De la aterradora rabia colectiva... Una época donde la palabra “verdad” parece haber perdido su rostro, y donde la información —en lugar de iluminar— enceguece.
No se trata de evadir la realidad ni de silenciar las injusticias. Al contrario: hay que mantenerse informados. Pero existe una diferencia crucial entre estar informado y ser manipulado, entre buscar claridad y quedar atrapado en un torbellino de emociones ajenas, sembradas con propósito.
Dos publicaciones recientes —una en WhatsApp, otra en Facebook— se me quedaron clavadas como astillas en el pensamiento. La primera mostraba un video acompañado del lema: «Del río al mar, Palestina será libre», con imágenes desgarradoras: niños heridos en brazos de sus madres, ciudades hechas escombros, miradas vacías, bombas. La segunda era una afirmación categórica: «Si dices “del río al mar”, eres antisemita. No eres mi amigo».
Ambas publicaciones brotaron del dolor, pero también —quizás— del enojo, del desconcierto, de la urgencia de nombrar lo innombrable. Me sentí atrapado en ese espacio incierto donde las emociones y las ideas se entrelazan como ramas secas ardiendo en un fuego cruzado. Y fue entonces —en ese instante breve, denso, angustioso— cuando decidí escribir esta nota, que no pretende ser un juicio ni una sentencia, sino apenas una minúscula vela encendida en medio de una oscuridad abrumadora.
Lo que está ocurriendo va mucho más allá de cifras y titulares. Es el alma del mundo la que está siendo herida. Y esa herida sangra antisemitismo, intolerancia, polarización y una banalización cada vez más peligrosa de la violencia. Es una herida que exige que alcemos la voz, no con odio, sino con conciencia. No con consignas, sino con compasión. Con palabras que sanen en lugar de acrecentar las adoloridas grietas que están resquebrajando nuestra forma de ser, quebrantando nuestro mundo. Arruinando en el barro infinito del odio a nuestro universo...
Necesitamos regresar al diálogo. A ese espacio donde las ideas se cruzan sin balas, sin bombas... sin insultos.
Necesitamos recuperar la educación como escudo contra el fanatismo. El pensamiento crítico como una linterna entre el inaguantable ruido. El diálogo como una barrera impenetrable contra la beligerancia. La paz como una meta universal —no como una frase vacía que repetimos por indiferencia y por rutina—, sino como un compromiso ético, incondicional...
Hoy más que nunca se necesita que las personas pensantes —del norte y del sur, del este y del oeste— se encuentren en el terreno compartido de la veracidad. Que el pensamiento se atreva a levantar la cabeza en medio del caos. Que la razón, y sobre todo la compasión, vuelvan a habitar nuestros pensamientos... nuestras emociones... nuestro día a día.
Porque, como decía Kant, no vemos las cosas como son, sino como somos nosotros.
Y esa frase encierra una verdad ineludible: nuestra percepción del mundo está condicionada por lo que somos, por lo que hemos vivido, por nuestras emociones, prejuicios, heridas, pasiones y carencias. No observamos el mundo tal como es, sino teñido con los colores de nuestro propio cristal: lo interpretamos con nuestros códigos, nuestras heridas, nuestros deseos.
La realidad no se nos presenta desnuda. La vestimos —casi sin darnos cuenta— con los ropajes de nuestras memorias, de nuestras sombras, de nuestros miedos. Kant lo expresó desde la filosofía: no conocemos las cosas en sí, sino los fenómenos, es decir, lo que nuestra mente puede percibir. Nuestra experiencia está filtrada por estructuras mentales, tanto innatas como adquiridas. Y así, inevitablemente, terminamos viendo reflejado en el mundo… no lo que el mundo es, sino lo que somos nosotros.
¿Y entonces? ¿Qué vemos cuando miramos? ¿A quién vemos cuando miramos al otro? ¿Qué proyectamos en lo que leemos, en lo que denunciamos, en lo que callamos? ¿Qué reflejan nuestras publicaciones, nuestras omisiones?
Y de inmediato surge la pregunta: ¿Con cuál de las dos publicaciones de mis amigos se identifica usted más? ¿Con la primera? ¿Con la segunda? ¿Con ambas? ¿Con ninguna?
Tal vez —solo tal vez— la respuesta no diga tanto del conflicto... como de usted. De sus heridas. De sus valores. De sus miedos. De lo que usted cree. De lo que ha vivido. De lo que ha visto en su propio universo. Y quizás, sí, quizás... de cómo ha elegido mirarlo.
Y entonces, comprender eso —el hecho de que todos miramos a través de una lente— podría ser el primer paso. No para justificarlo todo. Jamás. No para silenciar el dolor, sino para dejar de gritar en el vacío… y empezar, aunque sea con manos temblorosas, a construir puentes.
Aunque sea uno. Quizás hoy. Porque mañana —mañana ya podría ser tarde. Demasiado tarde...
D M