Las piedras del cementerio y las palomas negras
Hace unos días, acompañado por mi esposa, acudí al Cementerio Judío para honrar la memoria de los fallecidos de nuestra familia. Esta práctica, profundamente arraigada en la tradición judía, está cargada de simbolismo, respeto y contemplación.
Reflexionar sobre la fragilidad de la vida es, en el judaísmo y en muchas otras culturas, una de las funciones que más humanizan el acto de visitar un cementerio. En nuestra tradición, este gesto no es solo un ritual externo, sino también una invitación íntima a mirar hacia adentro.
Ir al cementerio implica lanzar una mirada que va más allá de la muerte física: el lugar donde descansan los cuerpos es también donde comienza la eternidad del alma y, al mismo tiempo, donde los vivos pueden encontrarse con su propia temporalidad. Estar allí, entre lápidas que marcan el fin del trayecto terrenal de quienes amamos, es recordarnos que nosotros también caminamos hacia allí. Sin dramatismo, sin morbo. Con lucidez. Con humildad.
La tradición judía no entiende este tipo de recordatorio como algo sombrío, sino como una oportunidad para despertar. La muerte, vista con reverencia y no como tabú, es una maestra silenciosa. Nos recuerda que no tenemos el control absoluto, que el tiempo es limitado, y que lo más importante —nuestros actos, nuestras palabras, nuestros vínculos— merecen ser elegidos con intención.
La atmósfera del cementerio es distinta. El mundo parece susurrar en otro volumen. Las conversaciones son más bajas. El paso, más lento. No solo por respeto a quienes partieron, sino porque, instintivamente, comprendemos que algo esencial está en juego: estamos en contacto con la frontera última de nuestra humanidad. Allí se diluyen muchas de las cosas que solemos considerar importantes: el estatus, el dinero, la imagen. Queda lo que se es. Queda la memoria de lo vivido.
Hay un sitio dentro de nosotros que, atrapado en la rutina, necesita de estos silencios sagrados para preguntarse:
¿Estoy viviendo de acuerdo con lo que verdaderamente importa? ¿Hay alguien a quien deba perdonar o pedir perdón? ¿Qué huella quiero dejar?
Y así, fuimos recorriendo las tumbas de cada uno de nuestros seres queridos. Una por una... Y una por una fuimos depositando una piedra. Las piedras, a diferencia de las flores que se marchitan, representan la permanencia, la eternidad del alma y la solidez del recuerdo. Dejar una piedra indica que alguien estuvo allí, que el fallecido no ha sido olvidado. Es un gesto silencioso pero significativo de continuidad entre generaciones.
Sobra decir que, en cada una de esas tumbas, además de una piedra, mi esposa y yo dejamos un enorme fragmento de nuestras almas, de nuestros estremecimientos, de nuestro dolor. Todo ello acompañado por un caudal de conversaciones silenciosas, peticiones, lamentos... y abundantes lágrimas.
Antes de salir del cementerio nos lavamos las manos, como lo marca la costumbre, para recordar la separación entre la vida y la muerte, como un acto simbólico de regreso al mundo de los vivos.
Mientras nos lavábamos las manos, con la vista aún borrosa por las lágrimas, pude observar en la cercanía una bandada de palomas negras. Sí, extrañamente, todas negras. Al menos, así las vi. ¿Sería este un reflejo de mi dolor, de mi visión alterada por la pena? ¿O sería esta una visión alterada por la oscuridad de los tiempos que vivimos?
Estamos viviendo tiempos espeluznantemente sombríos, desgarradores, fúnebres.
—Rusia afirma haber avanzado por primera vez hacia la región central de Ucrania. —Alemania planea expandir sus búnkeres ante el temor de una agresión por parte de Rusia. —Israel rescata el cuerpo de Nattapong Pinta, el tailandés secuestrado en el Kibutz Nir Oz el 7 de octubre. Aún quedan 55 secuestrados en Gaza. —Disparan en un mitin político al precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe. El sospechoso: un menor de 15 años.
Y mientras la sangre aún no ha secado, ya hay quienes se apresuran a señalar, a acusar, a polarizar, a incendiar las palabras… y entre ellos, el nombre del presidente Gustavo Petro resuena con fuerza, no como una respuesta, sino como un nuevo combustible para la hoguera. En vez de un silencio prudente que invite a la reflexión, estalla el ruido de discursos que se lanzan como piedras. Palabras que no consuelan, que no unen, que no reconstruyen, sino que abren más heridas. Palabras como disparos. Palabras que, en lugar de ofrecer una pausa para pensar, invitan a seguir destruyendo.
Necesitamos volver a encontrarnos en el diálogo. Un diálogo sin balas ni bombas, sin insultos ni provocaciones. Porque estas últimas, cuando se usan como arma política o social, pueden inducir a asesinar. A destruir. A dividir.
Durante nuestro viaje del cementerio a la casa, después de un largo silencio, le dije a mi esposa: —Son demasiadas piedras... demasiadas piedras y palomas negras, demasiadas piedras y ni una paloma blanca. Ni una que nos haga pensar en la paz.
Me respondió con ese silencio absoluto que no necesita palabras. Un silencio pleno, denso, cargado de comprensión y de eco. Un bullicio callado que indicaba que sus pensamientos, al igual que los míos, volaban por ese inmenso universo donde las almas de nuestros seres queridos podrían, quizás, darnos una respuesta. ¿Un consejo, tal vez? ¿Una señal de que aún estamos a tiempo de dejar a nuestros hijos y nietos un planeta con menos piedras sobre las lápidas, y algunas palomas blancas surcando el cielo?
D M