La oscuridad no es ausencia de luz… es el sereno silencio donde la luz coquetea con su despertar
La oscuridad no es ausencia de luz… es el sereno silencio donde la luz coquetea con su despertar
La oscuridad es el estado natural del universo. Las estrellas, los planetas, las galaxias, son apenas frágiles destellos en un océano infinito de penumbras resplandecientes. Y lo más fascinante es que esa oscuridad es mucho más de lo que aparenta. La ciencia nos recuerda que todo lo que vemos, incluidos los soles, las galaxias y hasta la Tierra donde caminamos, constituye apenas una mínima fracción de lo existente. El resto, la vasta mayoría, permanece invisible, bajo los nombres de “materia oscura” y “energía oscura”: realidades invisibles, que no gobiernan, pero nos recuerdan que el verdadero Arquitecto del cosmos sostiene todo en dimensiones que la ciencia apenas alcanza a vislumbrar.
El espacio entero está habitado, sobre todo, por una penumbra silenciosa. La luz es un accidente luminoso, un milagro local y momentáneo, como el día en la Tierra, como una vela en medio de un sombrío desierto. El universo es noche, y dentro de esa noche algunos rincones fulguran para recordarnos que no estamos solos. La regla es la oscuridad, la excepción es la luz.
Quizás por eso, cada vez que sentimos el calor del sol sobre la piel, deberíamos estremecernos: no estamos viviendo lo normal, sino lo inverosímil, un milagro que desafía la lógica de un universo condenado a la oscuridad. Y algo parecido ocurre dentro de nosotros: la mayor parte del tiempo habitamos en penumbras —dudas que no se resuelven, tensiones que nos desgarran, silencios que pesan como un universo entero sobre los hombros—. La depresión, la ansiedad y el miedo son como la materia oscura: invisibles a los ojos ajenos, pero con un peso ineludible en nuestra existencia. La paz y la alegría, en cambio, parecen siempre efímeras, como un destello fugaz en medio de un océano de sombras.
Y sin embargo, cuando la luz aparece, aun en lo más íntimo de nuestras grietas y descalabros, descubrimos que hasta un pequeñísimo resplandor puede transgredir la oscuridad de la noche. Una palabra que acaricia el alma, un roce inesperado, la inocente sonrisa de un niño o una lágrima compartida pueden reordenar en silencio la arquitectura secreta de nuestro Universo interior. Por eso, cada instante de paz merece ser recibido como un milagro. El calor del sol sobre la piel, la risa que brota sin explicación, el silencio compartido con alguien que nos entiende… no son cosas triviales. Son irrupciones de luz en la bruma de la confusión. Y aunque se repitan con frecuencia, nunca deberían dejar de conmovernos. Porque en ellos comprendemos que la vida no nos debe nada. ¡Absolutamente nada! Y aun así, con extraordinaria frecuencia nos obsequia destellos de eternidad.
Y entonces me pregunto: ¿será que cada uno de nosotros viene al Universo con una pequeña candela, una chispa de luz que nos fue confiada, cuya misión es dejar este mundo un poco más iluminado al partir? Estoy seguro de que así es. Esa luz interior, frágil como una llama y, sin embargo, capaz de disipar la más densa oscuridad, es nuestra responsabilidad y también nuestro legado.
La oscuridad no es nuestra enemiga. Es el útero donde todo germina. Es el estado natural del Universo y, al mismo tiempo, la prueba de que la luz es un regalo, no un derecho. Y quizá ese sea el verdadero desafío: caminar confiados en la oscuridad, sabiendo que lo invisible sostiene lo visible, y que cada chispa que aparece en nuestro camino, cada estrella, cada palabra, cada gesto de amor, no es otra cosa más que la voz silenciosa del Universo repitiendo, una y otra vez: “Yehi or”… que haya luz.
Y mientras tanto, seguiremos caminando, con la certeza de que nuestra pequeña candela aún arde, de que incluso en la más densa penumbra podemos alumbrar un rincón del mundo. Y cuando llegue el momento de entregar nuestra llama en este lado del Universo, confío en que se encenderá del otro lado, aguardando ese grandioso instante en que todas las luces regresen a su origen… y descubramos que la oscuridad no era vacío, sino el albergue eterno de donde nacía toda la luz.
La guerra nos ha devuelto a las tinieblas más profundas. En Israel y en Gaza, los niños, las mujeres y los hombres caen bajo el mismo manto de desgracia. Ninguna guerra deja vencedores: solo huérfanos, viudas y tumbas. ¡Muchísimas tumbas! Pero no olvidemos el origen de esta oscuridad: la invasión brutal del 7 de octubre, las violaciones, los asesinatos, la toma de rehenes inocentes, el infanticidio atroz. ¡El infanticidio atroz! ¡Bestial! Hamas desató una noche infernal que todavía cubre a ambos pueblos, una tiniebla que parece no terminar, que devora futuros y arranca la vida en su momento más frágil.
En la más reciente escalada del terrorismo, dos hombres armados abrieron fuego en una parada de autobús en Jerusalem, abarrotada de familias y niños, y asesinaron a seis inocentes, dejando a más de veinte heridos en una mañana que debía ser luminosa, pero que de pronto se tiñó de incredulidad, de sangre, de llanto y de horror, cuando la luz revoloteaba sobre los muros de la ciudad como si nada pudiera ensombrecerla. Los dos terroristas fueron abatidos ahí mismo, en el mismísimo lugar donde desataron la tenebrosa oscuridad que amenaza con ensombrecer al mundo entero. Y es que quien siembra odio y busca venganza cava dos tumbas: una para su enemigo y otra, inevitablemente, para sí mismo. Esa sentencia no pesa sobre las víctimas ni sobre Israel: pesa sobre Hamas, porque la violencia jamás se satisface; solo multiplica las sombras y desborda el dolor.
Y sin embargo, aun en esa claridad que la tragedia transformó en tinieblas sobre todo Israel, debemos sostener la verdad: toda guerra es una desgracia. Las bombas no distinguen credos ni pasaportes; la sangre que corre es la misma en cada cuerpo, el llanto es idéntico en cada madre. El dolor es universal, pero la raíz de esta oscuridad no puede ser negada ni disimulada: fue la violencia desatada contra inocentes la que abrió semejante herida. Y desde entonces, el mundo entero tiembla bajo la sombra de una barbarie que quiso arrancarnos la luz.
Pero… aun cuando en esta guerra, y en cada uno de los sanguinarios ataques de Hamas, pareciera que miles de luces fueron arrancadas de golpe y arrojadas al vacío, la verdad más profunda es que ninguna se ha extinguido. Cada una de esas almas, arrebatadas con sadismo, se elevó para encender un resplandor en otro plano. Un plano sagrado... un plano eterno. La oscuridad intentó engullirlas. Sin embargo, lo único que consiguió fue multiplicar la claridad en todos aquellos rincones que aún no alcanzamos a ver… pero que ahí están, aguardando por nosotros.
La oscuridad no es abandono, es el refugio sereno donde cada chispa encuentra sentido. Y en medio de cualquier abismo nocturno, nuestra luz, pequeña, frágil, pero genuina, es todo lo que tenemos y, al mismo tiempo, el legado que estamos llamados a cuidar. Guardemos entonces esa vela, cuidémosla con ternura, compartámosla con amor, porque quizá ahí radique el verdadero milagro: en que, al unir nuestras luces, la oscuridad se convierte en un manto menos pesado, menos frío, más habitable.
Y usted, estimado lector que ahora me lee en silencio, recuerde esto: la oscuridad nunca fue abandono, siempre fue el refugio sereno donde su propia luz aprendió a brillar. Esa candela que lleva adentro, frágil pero indomable, es su responsabilidad y también su obsequio. Cuídela, compártala, hágala danzar en medio de la noche y del vasto Universo, porque cuando llegue el día en que deba entregar su llama, sabrá que nunca se extingue. ¡Jamás! Solo se transforma, solo encuentra refugio en otro rincón del cosmos, aguardando el instante luminoso en que todas las luces regresen a su origen… y usted descubra, con ilimitado asombro, que siempre fue parte del resplandor eterno de un Universo infinito.
Quizá por eso, el sentido último de este escrito está en su título: La oscuridad no es ausencia de luz… es el sereno silencio donde la luz coquetea con su despertar. Porque la noche, en el cosmos y en el alma, nunca es un desierto carente de sentido; es una senda sagrada. Ahí, donde creemos haber sido abandonados, es donde la chispa se prepara para irrumpir. Y comprender esto es descubrir que la oscuridad no tiene la última palabra: es apenas un velo tímido y silencioso desde donde la luz, la Eterna, la del mundo y la nuestra, ilumina el Universo infinito por toda una eternidad.
D. M.
Profundo y precioso!!! Gracias!
Muy conmovedor