La arena del desierto de doña Zelmira
Qué barbaridad, esta insistencia mía por volver a los viejos sitios donde amé la vida… Hace unos días escribí sobre eso. Lo hice con el ánimo desbordado por las emociones, dejándome hechizar por cada recuerdo, por cada arrebato inesperado de ternura, por cada soborno que la pasión —astuta y, para mi fortuna, considerablemente generosa— me ofrecía sin pedir nada a cambio. Así, sin obstáculos, sin barreras mentales. Con la verdad resplandeciendo en cada palabra, en cada línea, en cada reflexión...
Pero esta vez fue distinto.
Esta vez, la nostalgia me aprisionó mientras dormía.
Se metió en mi inconsciente y, sin pedir permiso, se instaló en mi sueño.
¡Qué atrevimiento!
Y no solo se instaló en esa asombrosa aventura con toda la comodidad que había en ese sitio onírico, sino que lo encauzó con tanto esmero que, al despertar, sentí que había regresado de un viaje real.
Uno de esos viajes que no se compran con dinero… ni se explican con teorías científicas.
Fue solo un sueño…
¿Solo un sueño? ¿Hum? ¿Nada más?
Los sueños, esas complejas historias e imágenes, esos intrincados procesos vívidos, confusos, alegres, tristes… a veces aterradores, que involucran la actividad cerebral, la memoria, las emociones y… quién sabe cuántas cosas más, siguen teniendo un significado que, para la ciencia, continúa siendo un misterio.
Según el National Institutes of Health, las personas experimentamos entre 4 y 6 sueños por noche, con una duración aproximada de entre 90 y 120 minutos por cada episodio onírico.
Repito: según el National Institutes of Health.
Porque, según mis conocimientos ultra moleculares sobre el fenómeno de la bilocación, la superposición cuántica, el principio de incertidumbre... y esa desconcertante dualidad onda-partícula, mi sueño de anoche duró toda la noche.
¡Entera!
Sin pausas.
Sin sobresaltos.
Sin ridículos cortes comerciales de cremas rejuvenecedoras que “te transformarán el cutis hasta dejártelo como el de…”.
Fue como un viaje de regreso a la infancia, guiado por la tenue luz de la memoria, con aroma a dulce madrugada campestre, a pupitres viejos y desmesuradamente rayados, a tiza escolar de colores —los tintes, aunque la ciencia no lo confirme, le confieren a la piedra caliza un aroma formidable—, a desayunos compartidos en familia, a abrazos apretados, a besos amorosos, a una vida sin golpes.
Intacta.
Una vida que aún no había conseguido lastimarnos.
Un viaje a una época que no va a volver…
Y tal vez por eso deja esta punzada tan serena, tan inconsolable y silenciosa, que uno no sabe si es exceso de ternura…o una nostálgica añoranza que, por dormitar entre las brumas de la esperanza, aprendió a sonreírle a la adversidad.
Mi sueño empezó —cómo no— en Barrio México.
Ahí estaba yo, observando a unas niñas jugar rayuela frente a mi casa.
La tiza en el suelo. Las risas que inundaban de alegría la vecindad.
El sol que no se apuraba.
El crepúsculo vespertino que no tenía prisa por arribar.
Y luego…
Fui a Tista, contiguo al Cine Colón, donde compré —por supuesto— una “carioca” recién hecha: esa empanada de frijol con sabor a gloria, a alegrías eternas.
Más tarde, asistí a la tanda de 1:30 del Gran Cine Líbano.
La entrada era un sencillo papel con un número impreso —porque al final, tras el desenlace tan emocionante de la película, venía lo verdaderamente esperado: la rifa de las célebres bolas de caucho, dizque para fútbol.
¿Cómo no? Estaban hechas con residuos de la rencauchadora Firestone, y eran tan, pero tan malas, que a duras penas conservaban aire al llegar la tarde…
Pero ¿y qué? ¿A quién le importaba?
Si al regresar a casa nos las disputábamos como si fueran los balones oficiales de las Copas del Mundo de la FIFA. ¡Oro puro!
He meditado mucho acerca de ellas.
¿Seguirán alegrando la vida de otros niños… después de que mi infancia feneció?
¿Habrán inducido a algún soñador a patearlas tanto, con tanta pasión, que llegó —contra todo pronóstico— a la fama?
Y como si no bastara un cine, ¡me fui a otro!
Al Coliseo. Exhibían esa película medio subida de tono: La cigarra no es un bicho, con Mauricio Garcés.
No sé qué entendí… pero qué sensación de aventura, de estar haciendo algo que solo los “grandes” hacían.
¡Emociones clandestinas abarrotadas de efervescencia!
Luego, viví otras hazañas igual de memorables:
Las increíbles y peligrosísimas aventuras de lanzarnos cuesta abajo, a toda velocidad, por la acera frente al cuartel de bomberos de Barrio México.
Bajábamos de prisa, como meteoritos humanos, desafiando la gravedad, la lógica y la fragilidad de nuestros huesos infantiles, con los brazos extendidos, el alma saliendo de prisa del cuerpo… y la risa —aquella risa tan genuina, tan espontánea, tan exclusiva de la infancia— a punto de estallar.
Intentábamos detenernos al llegar al final de la cuesta, justo donde los carros pasaban a toda velocidad en ambas direcciones…
Casi nunca lo lográbamos —pero qué importaba: ¡aquí seguimos!
Éramos niños. Invencibles. Inconscientes. Felices.
Y ese riesgo, hoy impensable, era entonces parte del rito sagrado de estar vivos.
Después, con una turba de amigos, nos fuimos a la Plaza de Toros, en Plaza Víquez.
No conseguimos entrar —¿cómo hacerlo con los escasos colones que traíamos en algunas monedas o en billetes arrugados dentro de los bolsillos del pantalón?
Sí, en los bolsillos… ¡si entonces no existían —al menos no para nosotros— billeteras finas, de marca!
Pero, aun así, ¡qué festín nos dimos afuera!
Comí chuzos en uno de esos puestos callejeros: esa exquisita carne en trozos bien asada, generosa, inolvidable.
Se cocinaban sobre una parrilla hechiza, de carbón ardiente, y cada chuzo venía introducido en un palo de madera y envuelto en una o dos tortillas.
Despedían un olor a gloria —ese tipo de aroma que no solo se huele, sino que se queda enredado en la ropa, en la piel… y en la memoria, para siempre.
Y a un lado, manzanas escarchadas.
Y churros. ¡Esos churros!
No los de ahora.
No los comerciales.
No.
¡Jamás!
Los que crujían distinto.
Los que sabían a azúcar de la buena, de la original… y a infancia sin angustias, sin tristezas, sin desazones del corazón.
Y luego, a petición de la maestra de ceremonias de los sueños —la corteza cerebral—, en un abrir y cerrar de ojos… o mejor dicho, en una alternancia cíclica entre las fases del sueño, llegó lo inesperado:
Un tren que se detiene.
Una brisa cálida que penetra por la ventana.
Una multitud de vendedoras con grandes canastas de mimbre rebosantes de comida.
¡Orotina!
Ruidos.
Conversaciones.
¡Y ese aroma!
A campo.
A cocina casera.
A esmero y tradición.
—Señora, ¿cuánto cuesta el gallito de huevo duro?
—¿Y el de pollo?
Y lo más apetecido, lo mejor:
—¿Y el gallo de tepezcuintle?
—Deme uno de pollo, uno de huevo duro y uno… no, mejor dos, sí, dos de tepezcuintle.
¿Será posible que, durante un sueño, nos inunde una melancolía tan inmensa?
Ese saborcillo agridulce, mezclado con una repentina humedad en los ojos.
Ese desgarro súbito, profundo e inconsolable del corazón.
Ese estremecimiento en las profundidades del alma.
Porque a mí me dio.
¿Cómo no iba a darme?
Si esos instantes fueron verdaderamente mágicos.
Y se fueron… para no volver.
—¡Inconsciente mío, no puedo creerlo! ¿Adónde tenías guardada esta información?
Ahora sí me has vencido… Me has hecho sonreír como un niño, llorar copiosamente como un viejo entrañablemente sentimental y, sin aviso previo, me has roto el corazón con la agridulce espina de un recuerdo que regresa con los zapatos gastados por el incansable deambular por las calles humedecidas por la lluvia de la nostalgia… y por aquellas otras, donde aún respiran, acurrucados, los apuntes hechos con un lápiz Mongol No. 2, de esos que nunca quisieron irse del todo.
¡Me llevaste a dar un «avenidazo» por la Avenida Central! Y en plena época de Navidad. De noche. De una hermosísima noche de luna llena.
Con el tránsito vehicular prohibido para dar paso a la avalancha humana que caminaba, sin apuros, en ambos sentidos: padres, madres, niños con helados, parejillas tomadas de la mano, ancianos con bastones de madera y... y la vida misma desfilando debajo de las luces cálidas de los postes que, insólitamente, en esa época, parecían iluminar mejor, con una intensidad que no venía de sus bombillos, sino de algo más hondo, más entrañable: tal vez del sentimiento general de una ciudad que todavía sabía vivir sanamente... y soñar. Porque en esas noches —¡ay, aquellas noches!— hasta el aire parecía tener un resplandor mágico, y cada paso que dábamos, cada bocanada de aire que inhalábamos era un latido más en el corazón del universo... de una infancia que se resistía a morir.
Y entonces, cuando quise decir algo, cuando quise agradecer o al menos suspirar…mi boca se llenó de confeti.
Confeti de todos los colores, como si la memoria —infinitamente traviesa— también se hubiese unido en la celebración.
Recogí un puñado del que estaba regado por toda la avenida, lo lancé al aire y, como en un acto de justicia poética, fue a caerle encima a la chiquilla que me lo había lanzado primero.
Me miró, divertida.
Me hizo un gesto picaresco.
Creo que se sonrió.
Sí… sí, se sonrió conmigo.
Y, pensándolo bien, era bonita esta muchachita…
—¡Tranquilizate! —me dije—, ya pasaste de pensar que era una chiquilla a que es una muchachita… ¡Humm!
Pero qué importa. En los sueños uno puede volver a tener doce años… y sonrojarse otra vez como si fuera la primera vez que alguien te mira así, de reojo, con la dulce malicia de la infancia. Si pensándolo bien, esa noche, como tantas otras de aquella época, el mundo parecía tener sentido.
Y la Avenida Central era el corazón del universo.
Y todos —sí, todos— éramos más espontáneos, más inocentes… más humanos. ¡Mejores!
Una época que ya no existe.
Una época que jamás regresará.
Ay, memoria mía.
A veces pienso que te has vuelto un poco sádica.
No sé por qué te empeñás en traerme esas imágenes —esas hermosísimas imágenes— solo para sacudir mi desazón.
Otra descarga eléctrica en las neuronas…
¡Puntarenas!
Olor a viento.
A mar.
A sal.
A turistas.
A libertad.
La caminata imprescindible por el Paseo de los Turistas...
El churchill: esa deliciosa explosión de sirope rojo, leche en polvo, leche condensada, hielo raspado…
Sabor final: ¡glorioso!
Las cajetas de coco.
Los granizados —al mío, póngale bastante leche condensada… y mucha leche en polvo también.
La música del “Plikiti”.
La de “A la deriva”.
La música de…
de esa que nace del alma.
De esa que, al escucharla, nos envuelve y estruja el alma.
El vigorón: chicharrones, yuca, repollo, encima de una hoja de plátano. Entibiado por el ardiente sol del puerto. ¡Sabrosura sin igual!
Y mientras soñaba, todo tenía sentido.
Todo estaba en su lugar.
Mis padres.
Mis hermanos.
Mis tíos.
Mis primos
Mis amigos.
Los olores.
Las voces.
Los silencios.
La felicidad.
La niñez.
La magia infinita de la niñez...
Al despedirme, la triste pero inevitable despedida de aquel hermosísimo puerto, mientras subía las gradas del tren, volví la vista atrás y... ¡Ahí, en la estación del Pacífico, estaba ella! ¡Increíble!
Sentada al lado del piano, doña Zelmira, mi querida profesora de música del Liceo de San José.
Tocaba el piano mientras tarareaba aquella melodía de tango argentino:
“Adiós muchachos, compañeros de mi vida
Barra querida de aquellos tiempos
Me toca a mí hoy emprender la retirada
Debo alejarme de mi buena muchachada”.
Y mientras la tarareaba, me pareció observar un par de lágrimas descendiendo por sus mejillas.
¿Estaría doña Zelmira, desde el cielo donde se encuentra, soñando que soñaba con su infancia?
—Adiós, doña Zelmira —le grité con todas mis fuerzas—. Gracias por toda la música que nos regaló...
Y desperté…
¡Ay!
Uno vuelve al mundo real con los párpados aún contaminados por la melancolía de semejante regreso a la infancia, con el corazón estrujado por un sentimiento agridulce que no sabe si es de alegría o de quebranto.
Y para contrarrestar esos sentimientos encontrados, mientras esbozaba una enorme sonrisa de picardía, pensé:
“Ahí están, como siempre, los pseudo-científicos, con sus teorías y cronómetros, diciendo que un sueño dura entre 90 y 120 minutos.
¡Ridículos!
¡Por favor!
Si siguen así, pronto dirán que las antenas del 5G no son una herramienta para controlar nuestra mente, que la luna no es de queso, que la Tierra no es plana o, lo que es peor, que las bolas de caucho que rifaban en el cine Líbano no eran las mejores bolas de futbol del mundo.
Pero entonces, de nuevo, entre lágrimas y sollozos comprendí…
Que la nostalgia no es un ancla, sino un faro que ilumina tenuemente las grietas invisibles de la memoria.
Que los sueños, cuando vienen atiborrados de infancia, no son simples descargas eléctricas del inconsciente, sino cartas hermosamente redactadas en el viento.
Cartas que han sido escritas por el alma para recordarnos que no debemos olvidar quiénes fuimos. ¡Jamás!
Y que volver —aunque sea en un sueño— a los sitios donde una vez amamos la vida, es una de las pocas formas verdaderas de seguir amándola.
—¿Te sentís bien? —preguntó mi esposa desde el otro lado de la cama.
—Sí, tranquila —respondí aclarándome la voz para que no notara mi llanto—. Debe ser una alergia. Ayer dijeron en las noticias que, otra vez, tenemos una invasión de la arena del desierto del Sahara.
—¿Del desierto del Sahara? ¡Ja! ¡Del desierto de doña Zelmira, querrás decir! —afirmó con ironía—. Has estado hablando dormido... toda la noche.
Qué ridículo soy: creer que, después de casi cincuenta y dos años de matrimonio, iba a conseguir camuflar una mentirilla blanca.
¡Imposible!
Cuando un amor sobrevive no solo a los años, sino a los inviernos, a los silencios prolongados y a las palabras salidas de tono, las mentirillas blancas ya no tienen pasaporte.
No consiguen cruzar las fronteras. No alcanzan a esconderse. No logran prosperar.
Porque en un vínculo tan antiguo como el nuestro, donde las miradas han aprendido a hablar y los gestos a revelarlo todo, el alma del otro se vuelve un espejo.
Y ahí, en ese reflejo —a veces sereno, a veces no tanto—, amoroso e intensamente cercano, la verdad no necesita decirse: ¡ya está dicha!
Como si el tiempo, al perfeccionar la intimidad y la vida, hubiera barrido, con una esmerada escoba, cualquier rincón donde una mentira se las hubiese agenciado para encontrar refugio.
Porque cuando se ha amado tanto, con cada célula, con cada cansancio, contra tanta adversidad, por tanto tiempo y con tanta fuerza, el otro no solo te conoce, sino que vive adentro de tu alma.
Así que, si esta noche, desde las más enigmáticas profundidades de mi cerebro, el hipotálamo decide regalarme otra hermosa función, solo diré:
Gracias, memoria.
Gracias, infancia.
Gracias, vida.
Gracias, esposa mía.
Y si usted, estimado lector, esta noche sueña con su niñez, por favor:
No se despierte demasiado rápido.
Porque algunos de esos lugares, de esas personas inolvidables, aunque ya no existan en un mapa o en este planeta… siguen latiendo en lo más profundo de nuestros corazones.
Y si retorna a uno de esos sitios, aunque sea solo en un sueño, aunque sea solo durante uno de esos fugaces destellos que el universo concede sin previo aviso, no lo dude:
¡Quédese un ratito más!
DM