¡Holis!
¡Holis!
Si después de leer ese título usted sigue aquí, debo reconocerle algo: o es muy valiente, o exageradamente curioso. Porque enfrentarse a un “¡Holis!” sin cerrar el artículo exige más coraje o curiosidad que leer a Nietzsche antes del desayuno.
“Holis”… así, con esa “s” final que suena como si alguien intentara endulzar el idioma con un filtro de Instagram. Una sílaba que parece decir: “no me tomés en serio, pero tampoco me ignorés”.
Y pensar que el español, esa lengua que puede decir “te amo” con la claridad de un destello a medianoche o “me duele muchísimo” con la dulzura y melancolía de una despedida entre enamorados, haya terminado saludando con una palabra que parece inventada por un peluche con testarudas ansias de fama.
El español, el mismo que durante siglos se forjó entre poetas, conquistadores y soñadores; el que puede construir un mundo con un simple “buenos días” o dejar entrever un universo de tonalidades infinitas en un simple “encantado de saludarlo”; el que posee consejos para la cortesía, el pudor, la intimidad, la distancia y el amor… ahora se despierta, somnoliento, con un “Holis” que suena a español con temor de opinar como un adulto.
No pretendo culpar al lenguaje inclusivo, aunque algo hay de eso. Quizás mucho. Pensándolo bien… sí voy a culparlo. ¡Y a sentenciarlo a cadena perpetua! Bueno, y unos años más, por reincidente. La obsesión contemporánea por reinventar lo que ya era hermoso parece, a veces, un síntoma más de ansiedad que un acto de justicia pronta y cumplida. Como si el idioma, ese organismo sabio y resistente, sobreviviente de un millón de batallas, necesitara que lo rescataran de sí mismo.
Decimos “les niñes”, “elles”, “todes”, y los verbos se retuercen y se achicharran en las llamas de la desesperación, desconcertados, sin saber qué clase de vida les espera a la vuelta de la esquina. Cambiamos las terminaciones con la esperanza de cambiar el mundo, pero el mundo sigue igual: los mismos gritos, las mismas peleas callejeras, las mismas noticias insoportables. Solo que ahora, además, conjugamos peor. No se trata de negar la evolución del lenguaje. El español, como todo ser vivo, muta, respira, se equivoca, se moderniza. Pero hay mutaciones que enriquecen, y otras que parecen el resultado de dejar el idioma demasiado tiempo al sol, sin bloqueador y con la gramática revolcándose en carne viva. Quizás lo que se ha perdido no es la igualdad del idioma, sino la profundidad del pensamiento que habita las palabras. Ya no hablamos para expresar algo: hablamos para agradar, para no incomodar, para sonar suaves, azucarados, adorables. “Holis”, “besis”, “chaucito... con corazoncito incluido”. ¡La inconformidad disfrazada de peluche!
Y mientras tanto, las palabras verdaderas, esas que se atrevían a decir lo esencial, van desapareciendo una por una, como si el peso de las palabras correctas nos resultara ya insoportable. El idioma no es solo una herramienta: es una maravillosa forma de mirar al mundo. Cuando empobrecemos el lenguaje, empobrecemos la realidad. Las palabras no cambian las cosas por decreto, pero las llaman por su nombre; y lo que no se nombra, tarde o temprano, se olvida. Tal vez por eso el “Holis” triunfa: porque no dice nada, y en tiempos donde todo ofende, no decir nada se ha vuelto una virtud.
Y sin embargo… hay algo tierno, casi melancólico, en ese intento por dulcificarlo todo.
Como si nos diera miedo el peso de las palabras de verdad: “adiós”, “gracias”, “perdón”.
Así que inventamos un lenguaje que no duela, aunque tampoco diga absolutamente nada.
Un idioma de peluches. Aunque, si he de ser justo, quizá el “Holis” también diga algo de nuestra época: la necesidad de amabilidad en medio del exceso de palabras, de lo diminuto frente a la inmensidad. Tal vez, después de todo, ese “Holis” sea el lenguaje infantil de una generación que ya no sabe cómo hablar sin antes suavizar cada palabra por si acaso ofende.
Quizás todo esto no sea culpa de las palabras, sino nuestra: hemos olvidado que hablar también es un acto de valentía. Porque, al final, ningún idioma muere por falta de reglas, sino cuando el deseo de parecer inteligente pesa más que el valor de decir la verdad.
En fin, estimado lector, si llegó hasta aquí, lo saludo con afecto, con ironía y con respeto.
Ah, y me despido con un cordial “Chaucito”, esa versión domesticada del adiós, donde el idioma se encoge para no molestar a los muy sensibles. Que al menos quede claro: no fue por falta de palabras… fue por exceso de suavidad. Porque a veces, el precio de hablar sin herir es terminar diciendo nada. Y para terminar diciendo nada… es preferible un silencio que no pretende ser simpático, pero que tenga una simpática carita de peluche.
D.M.

