El reguetón: un ruido para electrocutar el lenguaje y extinguir el pensamiento
El reguetón: un ruido para electrocutar el lenguaje y extinguir el pensamiento
Si uno escuchara el reguetón por primera vez, creyendo que va a oír música, sin advertencia ni anestesia, pensaría que la humanidad decidió renunciar a la poesía, a los sentimientos ¡y a la vergüenza!… todo en una misma canción. Basta con leer algunas letras: frases que riman menos que un accidente de tránsito, metáforas que no sobrevivirían ni a una clase de primaria, y una fe casi mística en el dinero, la violencia y el culto al yo.
Veamos un ejemplo:
“No se metan conmigo ahora que les falta un montón
Antes que vos hicieras rap, ya le metía cabrón.
Yo ya no cargo el pistolón, no trabajo de matón,
solo mato a los falsos con versos de exportación.”
Y podríamos seguir, pero el daño auditivo y mental ya está hecho. A eso lo llaman “estilo”; yo lo llamo anemia lírica sin ritmo, un atentado contra la música, la cordura y la dignidad del lenguaje. Si existiera una Convención de Ginebra para la belleza, el reguetón estaría entre los crímenes más perseguidos: deja la tierra contaminada, y el oído, en cuarentena indefinida. Y el problema no es solo la falta de talento, sino la ausencia de vergüenza. Ya no se canta: se grita, se recicla y se vende el vacío. El reguetón ha degradado la palabra hasta convertirla en un ruido más, el ritmo en una muleta a punto de destrozarse en mil pedazos y la vulgaridad en un horripilante estilo de vida. No hay metáforas: hay repeticiones que fingen significado. No hay poesía: hay frases vacías con pretensiones de arte. Y lo más grave no es que esto exista, la mediocridad siempre ha existido, sino que se haya vuelto la norma sonora del planeta. Canciones que no dicen nada llenan estadios; frases que avergonzarían a un poeta borracho ganan premios internacionales. La cultura parece decidida a premiar el ruido más que la lucidez, la fama más que el mérito, el volumen más que la belleza, el estruendo más que la voz.
A veces me pregunto si estas letras se escriben con tinta o con cansancio mental. Porque da la impresión de que, mientras Machado meditaba sobre el destino humano, ellos meditan sobre el nivel bajo de la batería del teléfono. Y aun así, logran lo imposible: rimar “yo” con “flow”, “perreo” con “deseo” y repetirlo cuarenta y tres y media veces sin que nadie sospeche que se trata de la misma canción. Quizá esa sea su verdadera genialidad: haber demostrado que la repetición también puede ser infinita, como infinito es el sufrimiento del oyente. Compare, estimado lector, esa acumulación de frases sin alma con unos simples versos:
“Caminante, son tus huellas el camino y nada más;
Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.”
Machado, con veinte sílabas, dice más de la vida que todo un disco de letras infladas con esos espantosos efectos espaciales, sí, espaciales, no especiales; de los marcianos. Donde el reguetón exhibe ridiculez y violencia, la poesía ofrece sentimiento y profundidad. Y eso, justamente, es lo que hemos olvidado: escuchar poesía de la buena, de la que se respiraba en la música de antes, esa que no necesitaba gritar para llegar al alma. La música, cuando es verdadera, no solo se escucha y se baila: se piensa, se siente, se queda. Pero en esta época parece que todo debe ser inmediato, contagioso y descartable. La belleza se mide en pantallas, la emoción en algoritmos y el talento en aplausos. Mientras tanto, la lengua, esa criatura sabia y sobreviviente de un millón de batallas, observa, cansada, cómo la reemplazan con gritos, diminutivos y frases sin sentido ni alma.
No se trata de nostalgia de mi parte, sino de la búsqueda de proporción. Si todo suena igual, si todo dice lo mismo, si todo se resume en “dinero, sexo y fiesta”, ¿qué lugar le queda al pensamiento? La música que antes nos revelaba el universo se ha vuelto un molestísimo ruido de fondo: una reverberación sin sentido ni propósito, una colección de ruidos que se creen música. ¡Claro que no es música!: es el ruido de una generación que confunde el escándalo con el talento, que perdió el silencio y que ya no sabe qué decir. No niego que existan excepciones: artistas urbanos que aún respetan el verbo, que juegan con el ritmo sin traicionar el sentido ni la proporción. Pero son pocos, casi olvidados, y su brillo se apaga en la marea de lo desechable. La industria, claro, celebra la fórmula: menos arte, más ruido.
Al final, el reguetón no solo arruinó la rima: le quitó la dignidad a la palabra. La convirtió en el escándalo insoportable de un estadio de fútbol después de un gol del equipo local, pero con afinación artificial y una ridícula coreografía incluida. Y quizá el problema no sea solo del reguetón, sino nuestro. Somos una especie que necesita ruido para sentirse viva, y letras vacías para convencerse de que entiende algo. Porque, seamos sinceros, algunos de nosotros tenemos un reguetón culpable escondido en el teléfono. Bueno, algunos de nosotros no… quise decir algunos de ustedes, que todavía insisten en llamarle música. Uno que escuchan “por curiosidad”, “por el ritmo” o, peor aún, “porque no había otra cosa en la radio”. Y ahí están, golpeando el volante como si llevaran el compás de Beethoven, mientras alguien en los parlantes repite la palabra “bebé” con la convicción de un filósofo contemporáneo. No lo niego: el reguetón no nació para hacernos pensar, sino para hacernos olvidar que podríamos hacerlo.
Así que, estimado lector, si después de leer esto usted insiste en escucharlo, suba el volumen, cierre las ventanas y finja que va muy ocupado hablando por teléfono con un cliente importante; eso sí, le deseo que lo vea un policía de tránsito de esos que detestan el reguetón y que, aunque no trabaja de matón, sí carga el pistolón, y en un arranque de justicia estética, le ponga una multa de veinte años de cárcel: diez por usar el celular mientras conduce y los otros diez por hacerlo en evidente estado de locura sonora. Ah, y cinco años más por conducción temeraria: no se debe manejar si uno está completamente sordo. Solo un sordo escucharía reguetón encerrado en el automóvil y seguiría creyendo que va camino a su hogar o al trabajo, y no al infierno cultural del siglo XXI. Y, por su propio bien, ruegue porque al policía no se le ocurra sugerir que lo electrocuten en prisión, como el reguetón electrocutó al lenguaje que usted está escuchando.
D. M.

