El día que la compasión sea silenciada… será el día en que nuestra fe cayó
El día que la compasión sea silenciada… será el día en que nuestra fe cayó
Hace pocos días escribí un artículo titulado “Y nuestro mundo cayó”, donde afirmé, con una mezcla de dolor y certeza, que no hay justicia en el silencio… cuando otros suplican por su vida. No hay justicia en el silencio… cuando los gritos de auxilio son más tenues que las consignas de odio. No hay justicia en el silencio… cuando callar se vuelve más cómodo que denunciar. No hay justicia en el silencio… cuando importa más no incomodar que defender lo sagrado: la vida. Porque cuando dejamos que el odio redacte los titulares y que la mentira elija a las víctimas, ya no somos testigos de una guerra… ¡somos cómplices de una infamia!
Pues hoy, con tristeza, con rabia, con vergüenza ajena y con la urgencia que impone la conciencia, vengo a hablar de otra caída. Una mucho más personal, mucho más íntima, y, por eso mismo, más devastadora.
Una noticia que se ha hecho viral: el rabino israelí Ronen Shaulov pronunció públicamente —con la voz elevada, sin temblores, sin pudor, ¡sin humanidad!— que “toda Gaza y cada niño de Gaza debería morir de hambre”, y agregó: “No me dan ninguna lástima… espero que se mueran de hambre”. Justificó su brutalidad diciendo que esos niños, algún día, serían terroristas; y que compadecerlos era propio de “un tonto” o de alguien que “odia a Israel”. ¿Y saben qué es lo peor? Que no lo dijo un criminal, ni un desconocido, ni siquiera un político fanático. Lo dijo un rabino. Un líder espiritual. Un hombre que se presenta como servidor de Hashem y guía de su pueblo. ¡Y eso lo cambia todo!
Resulta inconcebible —sí, inconcebible— que un líder religioso, cuya misión debería ser elevar, consolar, proteger y salvar, encuentre en el sufrimiento infantil un podio desde el cual enaltecerse, como si gritar por la muerte de un niño lo volviera más sabio, más valiente, más justo. Que use su educación, su sabiduría y su investidura, para desear que bebés mueran lentamente de inanición. No hay justificación política, religiosa ni moral que excuse semejante barbarie. ¡Ninguna! Porque cuando un adulto desea el hambre de un niño, no habla en nombre de Hashem, ni de su pueblo, ni de su fe. Habla en nombre de su odio, de su oscuridad, de su fracaso como ser humano.
Hace unos días, conversando por WhatsApp con unos amigos, uno de ellos, pese a vivir en Alajuela, renegó de “la Liga”, el equipo de fútbol de esa provincia. Dijo enfáticamente:
—Ese equipo, a mí, no me representa. Esos no son los jugadores que yo conocí.
Pues bien, hoy me veo en la obligación moral de decir —como judío, como pediatra, como ser humano— que ese rabino no me representa. ¡Repito y enfatizo: no me representa!
No representa los valores que me enseñaron mis padres, ni los que escuché en las sinagogas, ni los que estudié en mis libros de historia, ni los que defiendo cada día al mirar a un niño a los ojos. No representa al pueblo judío, con toda su historia de exilio y supervivencia. No representa al judaísmo que abraza la vida como valor supremo, ni a Hashem que exige justicia, compasión y dignidad humana.
El señor Shaulov —sí, el señor Shaulov, así, despojado de un título que no merece— no representa a la comunidad judía. Representa una forma enfermiza de extremismo que solo alimenta el odio, degrada la espiritualidad y convierte la religión en arma. Su discurso no solo deshonra a quienes han sufrido el antisemitismo a lo largo de la historia, sino que traiciona los principios más sagrados del judaísmo. Porque desear el hambre de un niño —judío, árabe, o de cualquier rincón del mundo— no es justicia, ni defensa, ni razón… Es desgarrar, con crueldad consciente, el alma misma de nuestra humanidad.
Y cualquiera que se queda en silencio ante esas palabras… ¡también lo es!
En estas horas dolorosas, más de mil rabinos alrededor del mundo han alzado su voz con claridad y valor moral. Lo han hecho para recordarnos que, incluso en medio del conflicto más desgarrador, hay líneas que no deben cruzarse. Han recordado que la ayuda humanitaria debe fluir sin trabas, que la dignidad humana no se negocia, que el sufrimiento civil no puede formar parte de ninguna estrategia, de ningún cálculo, de ningún silencio. Que se puede actuar con firmeza, sí… pero también con humanidad. Ellos —los verdaderos líderes espirituales— entienden que la justicia no se construye con hambre. Que ninguna victoria se escribe con cadáveres infantiles. Y que toda vida humana —¡toda!— es un reflejo de Hashem.
Porque, por encima de toda ideología, de toda bandera, de todo conflicto, somos seres humanos. Porque, por encima de toda identidad, de toda frontera, de todo relato y de todas las guerras… ¡los niños son intocables! Y porque, si hay un mandamiento que trasciende culturas, credos y geografías, es este: ¡no desearás el mal! ¡No al inocente! ¡No al indefenso! Y por sobre todas las cosas… ¡no al niño que aún no ha aprendido a odiar!
No a ese niño que aún juega, que aún canta, que aún confía. Porque ese niño, aunque hoy no entienda del todo el horror de la guerra, mañana sí entenderá. Entenderá y aprenderá, según las acciones que hayamos tomado, a amar con esperanza, a resistir con dignidad…
o, en el peor de los casos, a vengarse con furia. Y esta elección, aunque no lo sepamos, aunque no lo veamos, también será nuestra responsabilidad.
Hoy no escribo para criticar. Escribo para recordar. Para reafirmar. Para sensibilizar. Para gritar con la voz de mi alma que no todo está perdido… mientras tengamos el coraje de alzarla.
Y sí, esta vez también tengo un temor: el temor de que el veneno de las palabras del señor Shaulov cale hondo en algunos corazones vulnerables, confundidos, envenenados por tanto dolor. Por eso hay que responder. Con firmeza, pero con altura. Con dolor, pero sin odio. Con verdad, pero sin venganza.
Porque, muy estimado lector, el día que la compasión sea silenciada… será el día en que nuestra fe cayó.
D. M.
Posdata: Hashem es la manera reverente con la que los judíos nos referimos a Di-s, evitando pronunciar su Nombre Sagrado en vano. Significa literalmente “El Nombre”, y se utiliza con profundo respeto, especialmente en textos de contenido espiritual o ético.