Cuando la ficción devora la vida
Cuando la ficción devora la vida
La pregunta «¿por qué mentimos?» admite múltiples respuestas.
Desde la psicología: mentimos para protegernos, evitar castigos o ser aceptados. La mentira surge como un escudo social y emocional.
Desde la neurobiología: mentir es un mecanismo adaptativo complejo que consume más recursos cerebrales que decir la verdad. No es que exista una preferencia moral por la franqueza; al cerebro le resulta más sencillo expresar la realidad. Decir la verdad es «más barato»: basta recuperar un recuerdo. Mentir, en cambio, es «más caro»: exige inhibir la respuesta espontánea, inventar y mantener coherente una versión alternativa, controlar la ansiedad del engaño y vigilar contradicciones. Por eso, biológicamente, la sinceridad es el estado basal; la mentira, un sobreesfuerzo.
Desde la filosofía: la pregunta se vuelve más inquietante, pues no se trata de cómo funciona la mente, sino de qué entendemos por verdad.
Nietzsche advertía que lo que más hiere no es la mentira en sí, sino la humillación de ser reducido a alguien indigno de la verdad; porque la verdad, para él, no era un absoluto, sino un pacto humano repetido hasta adquirir la apariencia de una certeza
Camus, desde su filosofía del absurdo, recordaba que a veces preferimos la mentira porque nos protege: es más fácil refugiarse en una ilusión que enfrentar una verdad desnuda.
Y Hannah Arendt nos dejó quizá la advertencia más urgente: la mentira organizada puede producir realidades completas. No se trata ya de un individuo que oculta, sino de sistemas que fabrican mundos paralelos, manipulan la memoria colectiva y justifican atrocidades. Cuando la mentira se institucionaliza, ya no confunde solo a unas personas: altera los hechos sobre los que se sostiene la vida en común.
La mentira, vista por estos pensadores, recorre un trayecto que va de lo íntimo a lo colectivo: Nietzsche nos confronta con la humillación, Camus con la tentación de refugiarnos en ficciones, y Arendt advierte que, cuando la mentira se convierte en política, deforma la realidad compartida.
Las mentiras no son inocuas: tienen un costo humano devastador. La historia está marcada por incontables víctimas que jamás empuñaron un arma, pero murieron bajo ficciones convertidas en consignas mortales. Multitudes arrastradas por discursos falsos legitimaron persecuciones, guerras injustas, genocidios, exilios… y hasta el horror de túneles donde decenas de inocentes son mantenidos como rehenes. Ahí, bajo tierra, la mentira adquiere su rostro más atroz: seres privados de luz, de aire y de libertad, reducidos a piezas de canje. Cada día de encierro es una tortura psicológica y física, un despojo de la dignidad. A ello se suman golpes y amenazas que buscan quebrar no solo el cuerpo, sino también la voluntad y la esperanza.
Pero esos túneles no están hechos solo de cemento: son también el emblema de una humanidad arrastrada a la oscuridad, atrapada en redes de mentiras que enturbian la conciencia. Y en esa ceguera voluntaria, gran parte del mundo prefiere ignorar el sufrimiento de los cautivos antes que enfrentar la verdad. Esa verdad llamada a liberar conciencias termina deformada en una mentira que legitima la indiferencia. Las masas mal orientadas no marchan hacia la verdad: marchan hacia la destrucción de su propio futuro. Cada vez que la manipulación suplanta a la conciencia, los cuerpos de los más débiles pagan el precio del engaño fabricado desde las lujosas butacas de la mentira.
Porque quienes se sientan en ellas festejan en la opulencia, mientras las multitudes engañadas alimentan con su ira la tierra ensangrentada de los cementerios. Ese es el verdadero rostro de la mentira: no el ingenio del embustero, sino la degradación salvaje de la vida de los inocentes. Y quien calla cava con sus propias manos otro túnel que no encierra a unos pocos, sino que arrastra a toda la humanidad. Porque, tarde o temprano, el precio del silencio siempre se paga en conjunto.
Todas las guerras son inhumanas; pero hay guerras que lo son aún más, porque no solo arrebatan vidas: modelan conciencias desde la cuna. Muchas brotan, como hoy, de ideologías que glorifican la muerte y convierten el sacrificio en un ideal. Ahí, la infancia se vuelve un terreno fértil: en aulas y rituales se enseña que el martirio es un destino glorioso. Cuando la educación se somete a esa doctrina, deja de ser educación y se convierte en una cultura de muerte. ¡El asesinato premeditado de niños! ¡Inmoral! ¡Inhumano! ¡Bestial! Un pueblo que enseña a venerar la sangre no solo olvida el valor de la vida: firma la sentencia de su propio futuro. Proteger la inocencia de los niños no es solo un deber ético: es la última muralla que, si cae, arrastrará a toda la humanidad hacia la barbarie.
Vivimos tiempos oscuros. Hoy la mentira no solo acompaña a la violencia: la sostiene; no solo justifica la guerra: la convierte en espectáculo. La manipulación ya no oculta los hechos: fabrica realidades y adormece la indignación. Así, enormes multitudes enarbolan banderas que encubren crímenes, y entonan discursos que glorifican la mentira y la muerte. Es la paradoja de nuestro tiempo: masas movilizadas no en defensa de la verdad, sino al servicio del odio y de la injusticia. Y detrás, líderes que gobiernan con relatos diseñados para instigar fanatismos y enterrar la verdad.
La biología recuerda algo esencial: la sinceridad fluye como la luz, sin esfuerzo; la mentira se sostiene con sombras que tarde o temprano colapsan. Nuestra responsabilidad es abrir grietas para que entre ese rayo de verdad: nombrar lo que otros callan, defender lo que otros distorsionan, recordar lo que otros intentan borrar.
No podemos detener todas las guerras ni derribar todas las ideologías, pero sí negarnos a ser cómplices de sus mentiras. Arendt lo entendió: «cuando todos mienten, decir la verdad ya es una forma de acción». Tal vez ese sea nuestro mayor acto de resistencia: mantener viva la palabra que preserva la verdad en un tiempo que ha hecho de la mentira su trono. Porque la historia enseña que la mentira puede devorar pueblos enteros, pero basta una voz clara, inquebrantable y honesta para que la maquinaria del engaño empiece a resquebrajarse. Y esa voz, ese minúsculo rayo, puede ser el inicio del derrumbe de la oscuridad.
¿Y usted, estimado lector, está dispuesto a cargar con el peso de la verdad cuando todo alrededor parece rendirse a la mentira? ¿Se atreverá a nombrar lo que otros callan, a defender lo que otros distorsionan, a recordar lo que otros intentan borrar? Porque el silencio también equivale a elegir una bandera. Y quizás la historia no nos pida grandiosidades imposibles, sino un gesto humilde y, a la vez, radical: custodiar la verdad, aun cuando el mundo entero la disfrace con máscaras y pretenda borrarla de la memoria.
Cuando la ficción devora la vida, ya no hablamos de simples mentiras, sino de mundos inventados donde la vida humana deja de ser sagrada. Arendt lo advirtió con lucidez: la mentira organizada produce realidades enteras. Y en esos mundos falsos, la humanidad se degrada hasta ser reducida a un recurso desechable, un mal innecesario... como si la vida humana pudiera usarse y desecharse a conveniencia. Recordarlo es nuestra obligación: no permitir que la ficción suplante la realidad ni que la mentira devore nuestras vidas.
La ficción puede devorar la vida, pero cada voz que proclama la verdad abre la grieta por donde, tarde o temprano, caerá el trono de la mentira.
D. M.