Anoche me fui a dormir pensando en la conciencia.
No sé exactamente cuál bicho malvado me picó… tal vez alguna culpa mal digerida, un recuerdo que se asomó sin pedir permiso, o simplemente el insomnio ridículamente disfrazado de metafísica. Me di cuenta de que algo me remordía. Algo que había hecho mal, quizá hace algunos años. ¿Mucho antes? ¿En esta vida? ¿En otra?
Ojalá haya sido dentro del útero, y así pueda encajárselo a mi versión fetal —que, con suerte, ya fue absuelta por el tribunal placentario.
O, aún mejor, que haya sido en otra vida.
Sí… en una vida que viví... ¿hace cuatro o cinco siglos? ¿En alguna aldea lejana? ¿Quizás con otro nombre, y otra conciencia menos sensible?
Pero... ¡nada me funcionó!
Fomenté una guerra encarnizada con el sueño.
Intenté recordarle que yo, alguna vez, tomé clases de Karate Do… (fueron como tres o cuatro, justo antes de la golpiza que me gané por faltar a las lecciones). Luego probé con las de judo: una gloriosa inspiración marcial durante quince días… seguida por una humillante derrota debido a mi torpeza y a una fractura compuesta del ego... que aún me duele.
También quise aplicar lo aprendido en las lecciones de Tai Chi que recibí, brevemente, de la señora Marí —una vecina muy espiritual de Copey, en Cinco Esquinas—, quien hablaba con los helechos y aseguraba que la energía fluye mejor cuando uno se mueve como las ramas al viento. Le hice caso. Pero a los diez minutos me venció la impaciencia… y el helecho.
Años más tarde, ya con una cerveza en mano y saboreando las gloriosas bocas del Bar México, escuché a un viejo amigo murmurar —entre risas encubridoras de alguna cosilla extra— que, además de hablar con los helechos, la señora Marí los fumaba. Aunque, pensándolo bien, quizás no eran helechos. Tal vez era una hierba cuyo nombre se parecía sospechosamente al de ella… Marí… algo. Nunca confirmé nada. Pero la energía, esa sí, fluía. ¡Siempre fluía!
Después, ensayé técnicas de respiración tibetana, visualización guiada, contar ovejas, contar remordimientos, contar leucocitos en el resultado de algún hemograma...
Nada.
El sueño, ese tirano invisible, seguía burlándose desde las inquebrantables sombras del insomnio.
Entonces, abandoné la cama y me vine a escribir este artículo.
Así que, querido lector, si usted encuentra frases raras, desvaríos filosóficos o algún exceso de drama, sepa disculparme: se lo debo a la hora, a la memoria... y a ese terrible insomnio.
Sigo el relato confesando que algo peor que eso debió rondarme en la conciencia. Pero por ahora, para no alarmar a nadie, le contaré la travesura menos molesta de todas.
Años 58, 59 y 60. Barrio México. Escuela República Argentina. Yo tenía 8 o 9 años, y pertenecía a una pandilla de “gangsters” —que hoy se denominaría con más justicia pandilla de maleantes, sí, maleantes disfrazados de estudiantes de primaria— una hermandad infantil de diez años con talento para las travesuras… de las que realmente molestan a los adultos.
Nuestra travesura favorita: tocar todos los timbres del barrio. Uno por uno.
¡Tocar el timbre y a correr!
Corríamos entre risotadas, con la respiración sofocada y la certeza de estar haciendo algo que , por ley, no debía formar parte de nuestra caminata de regreso a los hogares.
Veíamos a las señoras salir con bata, a los abuelos asomarse con recelo y al perro ladrar histérico.
Pero a nosotros, a todos nosotros, nos parecía el mejor espectáculo del mundo. Una escena de teatro perfecta entre el timbre, la carrera y la risa. Este... bueno, y la mentada de madre de uno que otro vecino molesto.
Éramos pequeños, sí… pero con un talento excepcional para incomodar y una vocación temprana por el caos fantásticamente ejecutado.
A veces, lo que uno creía olvidado, nos visita.
Le pasa a usted, me pasa a mí.
Y anoche, mi visitante fue la imagen de un señor que salió enojado por culpa mía… al que le toqué el timbre hace más de sesenta años.
¡Qué barbaridad!
¿Cómo no iba a remorderme mi conciencia?
Recuerdo su bata de franela, su pelo engomado con medio kilo de vaselina y esa expresión entre sorpresa y furia.
Salió corriendo a la acera, descalzo, blandiendo una piedra en la mano.
Y yo, con apenas diez años, escapé como un rayo en mitad de una tormenta, sin mirar atrás, convencido de que aquel señor tenía la puntería de un francotirador… con aquella piedra en su mano.
Pero esta madrugada, su cara volvió.
Y ya no me pareció tan cómica.
Me pareció, más bien, la de un hombre que solo quería dormir en paz…
Y al que le arruinamos el descanso con la peor de las travesuras: la provocada por semejante capricho infantil.
¿Y qué es, después de todo, la conciencia?
Es esa voz que no necesita altavoz, esa voz que nos habla incluso cuando el mundo está en completo silencio. Los psicólogos distinguen muchas: conciencia moral, individual, social, histórica, emocional, etc.
Y los neurólogos clasifican los niveles de conciencia en alerta, letárgico, estuporoso, comatoso.
Freud habló de consciente, preconsciente e inconsciente.
Yo anoche estuve en un nuevo nivel no catalogado:
“Síndrome de hipersensibilidad neuroética infantil tardía, en fase de recrudecimiento nocturno”.
Algún día escribiré acerca de ese diagnóstico con ese nombre tan rimbombante , pero tan escaso de significado científico. ¿O no?
La conciencia moral, en particular, es esa brújula ética que nos guía: la que nos empuja a actuar bien y nos castiga cuando no lo hacemos. Se forma con la cultura, la crianza, la empatía… con las decisiones que vamos tomando en el camino. Y es tan sensible, tan implacable a veces, que no perdona ni a los niños de nueve años con cara de ángel, zapatos embarrados y desgastados... y con una pandilla de amigos tocando timbres por el puro gusto de correr.
Pero... también es maravillosa: porque nos hace humanos.
¡Muy humanos!
Y antes del amanecer, regresé a la cama, sigilosamente. ¡Muy sigilosamente! Me acomodé en silencio, fingiendo que no había pasado nada, intentando reconciliar el sueño, como si fuera posible engañar al tiempo… o a la vida.
—¿Te sucede algo? —preguntó mi esposa desde el otro lado de la cama, con esa voz entre dormida y alerta que solo dan los años de experiencia conyugal.
Supe que no podía decir la verdad. No esta vez.
Ya en otra ocasión, cuando soñé que me despedía en la estación de tren de Puntarenas de doña Zelmira, mi profesora de música, y le aseguraba que lo que parecía llanto era solo alergia a la arena del desierto del Sahara, mi esposa me respondió al despertar:
—El desierto de doña Zelmira, querrás decir. ¡Te la pasaste hablando dormido toda la noche!
Así que, esta vez, respondí con aplomo, ecuanimidad y una tonalidad severamente diplomática:
—No. Absolutamente nada.
A lo que ella, sin inmutarse, lanzó su estocada:
—Pues, la próxima vez que no te pase nada, cerrá la puerta del dormitorio cuando salgás en la madrugada a preguntarle a Alexa si Copey es un barrio de Cinco Esquinas… o de León XIII.
¡Qué ingenuo de mi parte! Pretender que una mentirilla blanca atravesara impune la muralla infranqueable que cincuenta y dos años de matrimonio han construido. Como si la ternura, la complicidad y las discusiones salidas de tono por el control remoto y el volumen de la pantalla, no le hubieran dado a ella poderes sobrenaturales para detectar hasta la más diminuta oscilación de mi voz culpable.
Y así cierro este artículo, querido lector.
Con una conciencia algo más aliviada. Con el alma un poco menos inquieta. Y con la esperanza de que no haya sido a usted, a sus padres… o peor aún, ¡a su abuelo! —¡qué barbaridad!— a quienes molestamos con nuestros timbrazos en la infancia.
Y si así fue… le pido disculpas.
Pero entienda: lo hicimos con muchísima educación. Y con aún más respeto.
Al menos... eso digo yo.
Porque quienes tocamos timbres por diversión infantil, y ahora lo recordamos con una mezcla de ternura, nostalgia y vergüenza… no somos malas personas.
Somos simplemente personas extraordinariamente decentes… que tuvimos una infancia muy bien aprovechada.
Así que, si esta noche el insomnio lo visita, no luche contra él.
Escriba. Ríase.
Pida perdón si hace falta.
Y luego, como yo, abrácese fuerte a la memoria…y haga lo posible por dormir.
Con la conciencia ligeramente más tranquila. Y el corazón… lleno de historias.
Ah, y por lo que más quiera, bájele el volumen a Alexa. Que la nostalgia, cuando llega en la madrugada, no siempre viene sola… y conviene que no despierte a nadie más.
D M
Excelente!