Compro altavoz inteligente de Google Home
Compro altavoz inteligente de Google Home
Hoy me incorporé muy temprano de la cama. Tenía la firme intención de escribir un artículo muy conmovedor y algo jocoso, como me gusta hacerlo los sábados, sobre los grandes temas de la vida. Sí, algo verdaderamente trascendente: quizá sobre el nivel de entropía espiritual, ese desorden creciente de la energía emocional que no logramos canalizar del todo. O tal vez sobre el principio de incertidumbre afectiva que rige nuestras relaciones: donde, cuanto más tratamos de precisar lo que sentimos, menos lo entendemos. A mí, de hecho, ya me lo explicó un terapeuta… y tampoco lo entendí. Incluso pensé en escribir una sobria reflexión sobre cómo Einstein ya intuía que el tiempo era relativo… pero jamás sospechó lo profundamente relativo que puede volverse cuando uno lleva cincuenta y dos años de matrimonio. Más abajo, estimado lector, intentaré explicarle esta última frase.
Freud también iba a estar presente, por supuesto, explicando —con un semblante despiadado y sus cejas enérgicamente fruncidas— que nuestros sueños no son más que cañonazos disfrazados de traumas mal digeridos... hasta que un leve alboroto ambiental nos despierta a las 4:37 de la madrugada y el sueño REM se va directo a la basura. Ya no hay dopamina, serotonina ni compendio internacional sobre el insomnio que nos rescate de semejante apuro. A esa hora, el hipotálamo cruza los brazos; la amígdala entra en estado de alerta y los ojos, bastante nublados por el insomnio, ya no alcanzan ni a descifrar alguna bibliografía médica. Y uno, despierto e indefenso, se entrega al desvelo sin ofrecer la más mínima resistencia.
Así que, con mi taza de café humeante y el entusiasmo filosófico desbordado por la madrugada, me puse a redactar. Iba ya por la segunda página cuando, impulsado por una súbita curiosidad cronológica, decidí consultarle a Alexa, mi fiel y a veces impertinente asistente virtual, qué fecha era hoy.
—Buenos días —respondió con voz alegre—. Hoy es viernes ocho de agosto de...
Lo dijo así, sin temblarle la voz, como si no estuviera aplastando con una sola frase toda mi ilusión sabatina. ¡Increíble!
—¿¡Viernes!? —grité en silencio—. ¡¿Quéééé?!
Le repetí la pregunta. Y, por supuesto, Alexa confirmó la traición con la misma serenidad:
—Viernes ocho de agosto de...
"¡Desgraciada! ¡Malvada! ¡No servís para nada!", pensé gritarle. Solo lo pensé, claro está. Porque ya aprendí —después de varias noches insomnes, varios interrogatorios conyugales y al menos tres condenas a dormir sin grandes estrépitos, y abrazando la almohada del sillón— que exteriorizar ciertas emociones frente a testigos electrónicos puede tener consecuencias maritales tan imprevisibles como letales. Especialmente cuando las mentirillas blancas, esas pequeñas, pero valiosísimas joyas de la autoindulgencia masculina, no logran atravesar el detector afectivo de alguien que lleva cincuenta y dos años leyéndome el alma con la precisión de una resonancia magnética... sin contraste, pero con muchísimo conocimiento.
Entonces, con enorme cautela, me acerqué al aparato, y fingiendo compostura y benevolencia, me dirigí a ella:
—Alexita... —así, en diminutivo, para que no se activara—. ¡Sos una traidora! ¡Viernes! ¿Viernes? ¡Desgraciada! ¡No servís para un carajo!—. Y de la nada, me dispuse a acomodarla en otro sitio. Pero el destino, con esa insólita inclinación que posee por lo absurdo, lo irónico y lo irremediable, decidió sorprenderme con una escena no esperada: mientras la acomodaba, mi mano la empujó con una fuerza inusitada. Alexa cayó al suelo. No cayó. ¡Se desplomó! Y como en una película de ciencia ficción, se desintegró en lo que me parecieron cientos... miles de pequeños fragmentos tecnológicos. Un parto múltiple de micro-Alexas esparcidas por el piso. Algunas de ellas, me pareció escuchar, todavía decían “Viernes ocho de agosto...”. El estruendo de semejante parto, por supuesto, no fue algo que pasara inadvertido. Mi esposa apareció en la puerta del desayunador; frunció levemente el ceño, respiró profundo y, con esa mezcla precisa de escepticismo y resignación, disparó la pregunta justa, precisa e infinitamente corta. Como si esas dos palabras hubieran sido ensayadas por varios años. ¿Cincuenta y dos... quizás?
—¿Qué pasó? —dijo.
Y yo, experto en narrativas absurdas con pretensiones de lógica absoluta, improvisé:
—Es que Alexa comenzó a hacer unos ruidos muy extraños… unas cosas rarísimas. Me acerqué para arreglarla y, cuando la moví un poquito... se me resbaló.
Ella, sin alterarse, sin detener el paso, rumbo a la cocina, respondió:
—Qué manera la tuya de proyectar toda tu culpa. Sobre todo los viernes...
¡Lo sabía! Lo supe en cuanto la vi asomarse. ¿Cómo se me ocurre, después de más de medio siglo de matrimonio, intentar camuflar una mentirilla blanca? ¡Imposible!
La intimidad, esa magia hecha de años, anécdotas, miradas y suspiros compartidos, convierte al otro en un polígrafo emocional. En un detector de cada episodio de vida. En un espejo que ya no devuelve solo tu reflejo, sino también tus coartadas, tus excusas... tus mentiras blancas.
Me fui directo a un diccionario. Busqué eso de “proyectar”. No por ignorancia, sino por la necesidad de tener un respaldo teórico antes del juicio conyugal... que ya tenía perdido. Y ahí estaba: “Mecanismo de defensa mediante el cual una persona atribuye a otros sus propios sentimientos o impulsos inaceptables. En lugar de asumirlos, los proyecta, para proteger su autoestima.”
“Alexita —murmuré con maligna severidad imaginaria—, recibiste tu merecido. ¡Traicionera sin alma! Que la nube digital te borre para siempre.”
Pero, claro está, solo lo pensé. A estas alturas del matrimonio, uno ya sabe que hasta un leve murmullo fuera de lugar puede ser admitido como prueba contundente en un tribunal conyugal donde la jueza —que también es fiscal, jurado y testigo estrella— tiene memoria fotográfica, oído absoluto y cero tolerancia a las mentirillas blancas.
Intentando canalizar el enojo de forma constructiva, redacté un pequeño anuncio para redes sociales. Solo eso, un anuncio breve, conciso, directo: “Compro altavoz inteligente de Google Home. Favor abstenerse todos los modelos con complejo de superioridad, tendencias manipuladoras o inclinación a arruinar matrimonios a las 4:37 a.m.”
Fue entonces cuando mi esposa regresó con su café y, sin mirarme, exclamó:
—No lo publiqués en Instagram. Ahí contesta gente muy ofensiva.
No sé si fue sarcasmo, advertencia o ternura; quizá las tres cosas envueltas en el código secreto de los matrimonios longevos. Pero entendí. Entendí que, a esta edad, uno no discute con la realidad ni con Alexa. Que los viernes llegan antes de los sábados, aunque uno los niegue con la pasión de un adolescente. Que el insomnio, a veces, se disfraza de consejero y otras veces de electrodoméstico vengativo. Y que el amor verdadero, aquel que ha sobrevivido al tiempo, a los silencios, a las diferencias, a los desperfectos tecnológicos y, lo más importante, que ha sobrevivido a los despertares prematuros en las madrugadas de insomnio de uno de los cónyuges, es aquel en que ya no hace falta decir la verdad. Porque el otro, eternamente, ya la sabe.
Así que me volví a sentar frente al escritorio. Recogí las piezas de Alexa con la poca dignidad que sobrevivió al incidente, tomé la taza de café —ya frío, por supuesto— y seguí escribiendo. No sobre Einstein, ni sobre Freud, ni sobre la filosofía de la existencia. Escribí sobre esto: el resultado imperfecto de un viernes mal recibido por mis aspiraciones sabatinas, pero bien aprovechado por mi conciencia… y sus reclamos.
Y usted, estimado lector, si alguna madrugada siente la imperiosa necesidad de preguntarle algo a su asistente virtual, hágalo en silencio, tomando enormes precauciones al movilizarla y —por el bienestar de su matrimonio y de su alma— bájele el volumen. Créame: hay cosas que ni Freud... ni su pareja... están dispuestos a perdonar a las 4:37 a.m.
P. D. Y en honor a la verdad —que siempre ha sido mi estandarte, incluso cuando no me conviene— debo confesar que, en cuanto termine este insólito amanecer, iniciaré la búsqueda de un nuevo terapeuta. El actual, francamente, no está dando la talla: sigue insistiendo en que mis problemas no tienen nada que ver con electrodomésticos parlantes ni con traumas infantiles relacionados con haber tocado los timbres de casas ajenas cuando era niño.
He de admitir, además —entre usted y yo, por favor—, que cuando Alexa se desplomó y miles de fragmentos tecnológicos rodaron por el suelo, murmurando con saña aquella funesta fecha: “viernes ocho de agosto”, yo pensé: “Alexita, recibiste tu merecido. ¡Traicionera sin alma! Que la nube digital te borre para siempre”. Estoy seguro de que Alexita —o los miles de micro-Alexitas— me respondieron, con ese tono amargado y rencoroso de quien nunca olvida una ofensa: “La nube digital podrá borrarme para siempre… pero vos… vos nunca vas a poder borrarme de tu conciencia. Y en ese momento lo supe. Supe que tengo que cambiar de terapeuta: he perdido muchas cosas en la vida… pero jamás una discusión con miles de recién nacidas producto de un parto precipitado por un trauma severo… de una asistente virtual en ruinas. ¡Jamás! Y si usted cree que estoy exagerando, es porque aún no ha discutido con un electrodoméstico… y mucho menos ha perdido haciéndolo.
D. M.